La revolución apocalíptica

23 de septiembre de 2023 22:39 h

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Una revolución industrial siempre supone un desastre de gran magnitud. No es un desastre para todos, por supuesto, y la mayoría de sus efectos negativos tienden a difuminarse con el tiempo. Algunos de esos efectos acaban convirtiéndose incluso en ventajas para la mayoría. Puede argumentarse que los desastres son inevitables porque cualquier transformación colectiva resulta inevitablemente traumática. Eso es verdad. Pero quizá valdría la pena darle un par de vueltas a la cosa.

La primera revolución industrial, que comenzó hacia finales del siglo XVIII y alcanzó su máximo impacto durante la primera mitad del XIX, tuvo como símbolos el telar y la máquina de vapor, y como escenario las fábricas más siniestras que ha conocido la humanidad. Atrajo a la población agrícola, sometida a la incertidumbre de las cosechas y a una pobreza endémica, hacia las ciudades, formando lo que se llamó clase obrera o proletariado. Las economías industriales (Europa occidental y Estados Unidos) se dispararon y la renta per cápita se multiplicó en pocas décadas.

Conviene recordar aquí la paradoja de la estadística: si usted se come dos pollos y yo ninguno, para la estadística ambos hemos comido un pollo. Eso significa que mientras la burguesía urbana se enriquecía, la clase obrera trabajaba 14 horas diarias en barracones insalubres y vivía una existencia miserable. Los campesinos fueron en adelante obreros, pero siguieron sin ser propietarios de nada. De esas cosas hablaban Marx y Engels en el Manifiesto Comunista (1848).

La segunda revolución industrial llegó en el segundo tercio del siglo XIX gracias a nuevos avances tecnológicos (electricidad, teléfono, motor de explosión, artefactos aéreos, etcétera) y nuevas materias primas como el petróleo o el gas. Al principio, nada cambió sustancialmente en la llamada “cuestión social” de ricos propietarios y pobres desposeídos.

A principios del siglo XX se produjo la metamorfosis, atribuible a Henry Ford y el llamado “fordismo”. Ford introdujo en su factoría automovilística de Detroit la fabricación en cadena, que suponía el colmo de la alienación: toda una vida laboral apretando la misma tuerca una y otra vez. Charles Chaplin hizo una sátira feroz del fordismo con la película 'Tiempos modernos'. La productividad, ciertamente, aumentó de forma exponencial.

Quizá valga la pena recordar que Ford odiaba a los judíos, era profundamente racista y fue un fervoroso admirador de Adolf Hitler y un generoso donante al partido nazi. Hitler le correspondía con no menos fervor: le citó en 'Mi lucha', tenía en su despacho una foto de Ford y le condecoró.

Dicho esto, el cambio de verdad importante introducido por Ford fue en principio benéfico: subió los sueldos de sus obreros para que pudieran comprar el producto que fabricaban, o sea, un coche, el famoso Ford T. Por primera vez, la clase obrera se convirtió en consumidora. Quedó inaugurada la sociedad de consumo, que permitía fabricar a gran escala y vender a plazos, con el correspondiente endeudamiento del obrero-cliente.

En la tercera revolución industrial estamos inmersos ahora. Es la era del chip. Gozamos de grandes comodidades, podemos comunicarnos todo el tiempo, los códigos informáticos nos abren un universo de posibilidades. Esta vez, nuestra condición ha vuelto a cambiar: más que consumidores, somos producto. Nuestra intimidad es la materia prima de las redes. Nuestras máquinas (y quienes realmente las explotan) lo saben todo de nosotros. Jamás el individuo había estado tan expuesto ni había sido tan vulnerable.

Ya sabrán ustedes que los nuevos magnates de la tecnología, incalculablemente ricos, no permiten que sus hijos utilicen los productos que fabrican. Eso es interesante. En la primera revolución, a ningún industrial le parecía peligroso que sus hijos utilizaran el tren o se vistieran con los tejidos que salían de sus telares. Los grandes empresarios de la segunda revolución consideraban que sus productos, desde un coche hasta una radio, no constituían peligro alguno. Los alegres muchachos de Silicon Valley, por el contrario, mantienen a sus hijos alejados de los teléfonos móviles y las redes sociales. Será por algo.

Aún más llamativo, en cualquier caso, es el escapismo de los nuevos magnates. Elon Musk aspira a colonizar la luna. Mark Zuckerberg tiene como objetivo construir un mundo virtual. Serguei Brin (cofundador de Google) invierte en naves de exploración espacial. Otros, como Bill Gates, acumulan un bien tan escaso como la tierra cultivable. En fin, da la impresión de que son conscientes de que sus productos esclavizan y de que esto se acaba.

Posiblemente tienen razón en cuanto a sus productos. Respecto a la cosa apocalíptica, puede ser. O no. Ford creía que el futuro pertenecía a un dictador con bigotito y luego pasó lo que pasó. Veremos.