La revolución reaccionaria de la facción judicial
Manuel Piñar, el juez que encarceló a Juana Rivas, reclama una indemnización de 100.000 euros al poder judicial por “daños y perjuicios”. No los que él ocasionó con una decisión errada, sino los que le ocasionaron a él los efectos colaterales de su incompetencia y su incontinencia. Se obcecó con la víctima, la revictimizó y la utilizó contra el Gobierno mientras profería insultos y comentarios machistas. Se le abrieron dos causas penales y el CGPJ le sancionó por difundir datos privados de uno de los hijos de Juana Rivas, que ha sufrido durante años la violencia vicaria de su expareja. Ahora nos cuenta que la víctima fue él porque esta causa mermó su salud y mancilló su honor y su consideración pública. Exige que se le pague lo que ha dejado de ganar por haberse visto “obligado” a prejubilarse “voluntariamente”. El CGPJ le negó este miércoles la indemnización solicitada.
La deriva de los jueces en este país es digna de un tratado pormenorizado y sesudo, aunque si no habláramos de personas que ostentan enormes responsabilidades sería, más bien, digna de una pluma tragicómica.
Heredero del franquismo, el poder judicial no fue depurado como hubiera exigido el paso ordenado de una dictadura a una democracia, la justicia transicional que nunca tuvimos. La politización descarada, las decisiones tendenciosas, las actitudes mafiosas, las tentaciones prevaricadoras y la sensación de impunidad han venido deformando el papel y la imagen de un buen número de magistrados. A algunos de ellos hay que sumarle, además, el clasismo, el machismo y las risotadas tabernarias, perdido ya el decoro y el sentido del ridículo.
Es evidente que habría que revisar los tipos disciplinarios que recoge la ley del Poder Judicial para salvaguardar a la institución de semejantes personajes… pero sigue siendo necesario mejorar los mecanismos de control o el sistema de nombramientos y ascensos de la magistratura. Y hace tiempo que nos urge una reflexión crítica sobre el Consejo General del Poder Judicial, la Audiencia Nacional y el Tribunal Constitucional, como mínimo. No olvidemos que hemos tenido un Consejo presidencialista y autocrático que, incluso caducado, ha determinado decisivamente los nombramientos judiciales en la cúpula del Tribunal Supremo y de la Audiencia Nacional. Que la derechización de la Audiencia Nacional, la que instruye casos de terrorismo y macrocorrupción, es preocupante (seis de los ocho candidatos a presidirla fueron cargos del PP o personas afines). Que el Constitucional ha ejecutado sanciones contra parlamentarios, haciendo uso de unas prerrogativas que no tiene un Constitucional en ningún lugar del mundo.
En fin, tengamos presente que en las altas instancias judiciales no se ha venido asegurando ni la independencia, ni la imparcialidad. De hecho, las interferencias de los partidos políticos han sido tan notorias que, a fuerza de jaloneos, repartos de cuotas y tráfico de influencias, han sido los propios partidos los que han acabado por retirarle su confianza y la judicatura la que les ha declarado una guerra sin cuartel, paradójicamente, asimétrica.
La cuestión es que empieza a extenderse la impresión de que los jueces no nos protegen, que protegen solo a los poderosos o se protegen entre ellos.
El lawfare que hemos visto en América Latina, el que mantuvo a Lula durante dos años en una cárcel sin pruebas, empieza a tomar cuerpo en nuestro país. No es sorprendente que las escuelas judiciales y los programas de capacitación jurídica se hayan convertido en una gran inversión para think tanks y grandes capitales. Sin ir más lejos, en las causas con las que se pretende cercar al presidente del Gobierno, la de Aldama y su bomba de racimo, la de su esposa, Begoña Gómez, o la de su hermano, David Sánchez, hemos visto anomalías impactantes: imputaciones sin indicios criminales ni delimitación de los hechos objeto de la instrucción, registros indiscriminados, testificales estrafalarias o pruebas inquisitoriales, las llamadas “pruebas diabólicas”, con las que el investigado o imputado está obligado a demostrar su inocencia y no su culpabilidad. Que se abra una causa penal sobre una colección de bulos sin contrastar resulta ya bastante llamativo.
Los jueces parecen haber saltado a la palestra en una especie de revolución reaccionaria en la que cada quien ha elegido interpretar a su propio personaje. Jueces-estrella, obsesionados con su visibilidad y proyección pública; jueces-hércules, que vienen a redimirnos de los bulos y las mentiras de la política; jueces-prevaricadores, que trabajan para las ramas facciosas de las formaciones y empresarios que les aúpan. Por supuesto, hay también muy buenos jueces, pero llama poderosamente la atención que sea esta tipología la que haya ocupado y/o cooptado buena parte del escalafón.
Los jueces no son ni pueden ser la “boca muda que pronuncia la ley”. Las normas no se acatan ciegamente ni se aplican de manera mecánica. En un Estado constitucional se espera de ellos que funcionen como un poder contramayoritario, que canalicen el descontento, que protejan a las minorías injustamente marginadas, que limiten los excesos y la prepotencia del legislativo y el ejecutivo, y, en definitiva, que embriden firmemente al Parlamento. Está claro que una Constitución exuberante en derechos requiere que los jueces hablen con voz propia y que, incluso, participen activamente de la creación del Derecho. El problema es que ese “empoderamiento” judicial no consiste en hacer valer sus preferencias subjetivas y sus patologías bajo el paraguas de procedimientos descontrolados y argumentaciones delirantes. Su misión es la de garantizar nuestros derechos fundamentales y defender nuestras instituciones democráticas, no la de boicotearlas. Y si lo que quieren es hacer una revolución política (del signo que sea), que se presenten a las elecciones. En México es ya su única alternativa.
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