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La revuelta de los puteros

Octavio Salazar

23 de septiembre de 2021 22:08 h

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“Quienes nos dañan profundamente  son el brazo ejecutor de este sistema prostitucional: los consumidores. O demandantes. O compradores. Yo los llamo puteros”.

Amelia Tiganus

En su último libro, Ética para Celia, Ana de Miguel se pregunta cuándo los hombres nos atreveremos a ponernos en lugar de las mujeres como punto de partida para su reconocimiento como sujetos morales y para nuestra toma de conciencia de su estado de subordinación y dependencia. Un ejercicio de empatía que es fundamental, a su vez, para que empecemos a asumir nuestra responsabilidad en la continuidad del orden patriarcal y de la cultura machista en que se asienta. Este sería el primer paso para desmontar las prácticas e instituciones que amparan y reproducen violencia sobre las mujeres. Una de estas instituciones, que lejos de desaparecer ha encontrado en estos tiempos neoliberales un contexto magnífico para su multiplicación, es la prostitución.

Esta forma de explotación y servidumbre de las mujeres, en la que se evidencia con toda su crueldad la regla patriarcal que las sitúa como siempre disponibles para satisfacer nuestros deseos y necesidades, permite que la masculinidad se reafirme y mantenga una posición de dominio que, hoy por hoy, está sometida a permanente impugnación gracias al feminismo. De ahí que sea una pieza esencial en un contexto de reacción machista y en el que patriarcado y capitalismo se dan la mano, reinventados y feroces, para inscribir sus dinámicas coloniales sobre el cuerpo de las mujeres. Todo ello perversamente disfrazado con la retórica de la libertad, con la del empoderamiento de las mujeres gracias a su capital erótico y con el discurso, con frecuencia respaldado por la autoridad académica, de que la prostitución puede ser un trabajo, de la misma manera que alquilar un vientre para satisfacer los deseos de paternidad de otros puede ser un acto de generosidad. La eterna generosidad y entrega de las mujeres. O santas o putas.

La pregunta crucial que nos tendríamos que plantear es si el acceso de los hombres al cuerpo de las mujeres, dinero mediante, es un derecho o un privilegio. Si entendemos lo segundo, contextualizado además en el marco de la explotación económica y colonial que conecta íntimamente prostitución y trata, parece evidente que solo cabe adoptar una posición abolicionista. Esta supone poner el foco sancionador y deslegitimador de los hombres en cuanto sujetos prostituidores, además de, por supuesto, los proxenetas y hasta de los mismos Estados que son cooperadores necesarios en la creciente industria del sexo. Todo ello acompañado de las suficientes medidas y recursos que permitan que las mujeres prostituidas tengan abiertas otras vías para su desarrollo personal, su bienestar y, en definitiva, un proyecto de vida alternativo. En todo caso, esta conquista democrática no será posible sin la decidida intervención de los poderes públicos y sin la superación de una cultura que nos ha socializado a los hombres para ejercer dominio sobre las mujeres. Hasta el extremo de que ese ejercicio de omnipotencia nos erotiza y nos permite demostrar, en esa performance continua que es la virilidad, que somos hombres de verdad.

Para empezar el proceso de concienciación que debería propiciar luego nuestro compromiso y acción contra cualquier forma de violencia machista, no estaría mal que los hombres, puteros todos de hecho o en potencia, leyéramos el sobrecogedor y valiente libro de Amelia Tiganus. En La revuelta de las putas, esta rumana que ya es medio vasca, nos relata desde su vivencia de mujer prostituida, el horror de los que denomina “campos de concentración exclusivamente para mujeres” y nos describe al putero como “un hombre machista que hace uso de sus privilegios, el dinero y el poder, para satisfacer sus deseos, sin tener en cuenta la condición humana y la vulnerabilidad de las mujeres prostituidas y sus circunstancias”. 

Amelia, que rechaza considerarse víctima y reclama su estatus de activista, escribe no solo desde el dolor vivido sino también desde su progresiva toma de conciencia feminista. En un ejercicio admirable de honestidad, personal e intelectual, reivindica la necesidad de que, ante una realidad tan dramática como la del sistema prostitucional, los discursos no se queden en la Academia y se tiendan puentes entre el saber, la experiencia y el activismo. Tiganus, que es aprendiz orgullosa de tantas cosas, y que no duda en llamar a las cosas por su nombre, nos revela las heridas y las miserias que la mayoría de la sociedad, muy especialmente los hombres, no queremos mirar. Y señala con el dedo a todos los cómplices que, empezando por el Estado, permiten que en las afueras de cualquiera de nuestras ciudades y en muchos pisos invisibles, se produzcan todos los días violaciones de derechos y se atente contra la integridad y la dignidad de quienes parecen no merecer el estatus de ciudadanas.

La revuelta que reclama esta activista de mirada profunda e inevitablemente triste, no va solo de las putas. “Va de todas las mujeres – unidas en el suelo prostitucional – contra esta forma de violencia patriarcal”. Una revuelta que debería interpelarnos singularmente a los hombres, en cuanto partícipes necesarios de un sistema que continúa otorgándonos dividendos. Solo cuando nosotros seamos capaces de iniciar una revuelta que nos lleve a desmontar la masculinidad patriarcal, y todas las violencias a ella asociada, la lucha feminista acabará encontrando ese horizonte en el que al fin mujeres y hombres seamos sujetos equivalentes. Una revuelta masculina que deslegitime a puteros y violentos y que, al fin, nos permita erradicar nuestra mirada sobre las mujeres como agujeros que penetrar, vientres que alquilar o, en fin, cuerpos sin alma que domar.