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Un rey a la deriva

El rey emérito Juan Carlos I (i), en el vehículo que conduce su amigo Pedro Campos, a su salida del náutico de Sanxenxo. EFE/Lavandeira jr
23 de abril de 2023 22:10 h

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“Cuando Juan Carlos I cayó de cabeza al océano Atlántico, el sol empezaba a salir por el este en el horizonte. El mar estaba sereno como una laguna; el tiempo era tan cálido y la brisa tan suave que era inevitable sentirse embargado por una gloriosa tristeza. Había salido a navegar en el Bribón, y todo discurría con tranquilidad hasta que un mal movimiento, un mareo, una mancha de grasa en la cubierta, un resbalón y ¡chof!, el emérito acabó en el agua. Cuando pudo asomar a la superficie, vio que el velero se alejaba deprisa, ninguno de los tripulantes se había dado cuenta de su caída accidental, ocupado cada uno en su puesto de navegación. No se puso nervioso: no tardarían en advertir que nadie manejaba la caña del timón, aunque por ahora el Bribón mantenía su rumbo y se alejaba, se alejaba a gran velocidad dejándolo allí, solo, en medio del mar…”

Permítanme la licencia literaria del primer párrafo, esa pequeña ficción del emérito cayendo al mar desde su barquito. Me inspiró la lectura de Un caballero a la deriva, la deliciosa novela breve de Herbert Clyde Lewis que acaba de rescatar la editorial Periférica de un olvido de casi un siglo, y de la que he parafraseado las primeras líneas. Una pequeña joya, divertida y angustiosa por igual, que cuenta la historia de Henry Preston Standish, un ejecutivo neoyorquino que, durante un largo viaje tras una crisis existencial, cae al agua tontamente desde un barco y queda solo en medio del océano, luchando por sobrevivir, esperando un rescate, mientras a bordo nadie advierte su ausencia, nadie lo echa de menos.

La lectura se me cruzó este fin de semana con las insistentes noticias sobre la estancia del rey emérito en Sanxenxo, e inevitablemente fantaseé con ese momento en que Juan Carlos I, como Standish, cae al agua y queda solo en medio del océano mientras el barco se aleja. Pero a diferencia del protagonista de la novela, al padre del actual rey lo echaríamos en seguida de menos, se organizaría una gran operación de rescate sin escatimar medios y retransmitida en directo, el país entero con el corazón en vilo. Porque si algo ha demostrado su paso por Sanxenxo, es que a Juan Carlos I lo echamos de menos sin necesidad de caer al mar. En realidad, hace muchos años que se cayó del barco, y todavía no nos hemos recuperado del susto, vivimos traumatizados por el naufragio del hombre, el Hombre con mayúsculas, que lo era todo para la democracia española y un día resbaló y se cayó de la nave institucional. Aún peor: no resbaló, se tiró él mismo, con voltereta y haciéndonos una peineta.

Está visto que el juancarlismo sociológico, sucesor del franquismo sociológico, no se cura tan fácilmente. Por mucho que el rey emérito se empeñe en decepcionarnos (y mira que se esfuerza), sigue siendo nuestro rey, conserva esa aura solemne; cuando lo vemos seguimos viendo al Hombre que colgaba en la pared de nuestra clase del colegio y en toda dependencia administrativa por la que pasamos, además de en billetes y sellos, y cada Nochebuena de nuestra vida. No sabemos cómo referirnos a él, si nos lo encontrásemos de frente seguiríamos tratándolo de “majestad” o “señor”, incapaces de usar otro vocativo. En nuestro inconsciente colectivo sigue siendo nuestro rey mucho más que el actual rey. No ha dejado de serlo.

Solo hay que ver la normalidad con la que vivimos que un defraudador fiscal y corrupto reconocido, que se ha burlado de nosotros y aprovechado su posición durante décadas, que hoy vive un “exilio” de lujo y entre todos pagamos su seguridad (varios guardias civiles que van rotando y lo protegen en Abu Dabi y en sus viajes), venga a España de vacaciones a navegar, y tan pichi. Esa “normalidad” que pide Rajoy, que ya vale de “montar el espectáculo” cada vez que nos visita. “Normalidad” es también la cobertura mediática de sus visitas: mientras los editoriales, columnas y tertulias son algo más críticos, la parte informativa sigue siendo juancarlista, con el presentador del telediario dando paso a una reportera sonriente en la puerta del club náutico, y un tratamiento que oscila entre la crónica rosa (con quién va, dónde come, anécdotas) y la sección de deportes (características del Bribón, tripulación, calendario de regatas, condiciones de mar y viento…), lo que demuestra que el periodismo todavía no sabe cómo contarlo, porque aún no ha superado el juancarlismo mediático de décadas.

Al bochorno periodístico se suma el bochorno político: el gobierno no solo vive con la misma “normalidad” las visitas del rey, mirando para otro lado y haciendo cortafuegos con Felipe VI (que algo tendrá que ver con su padre, antes y ahora), sino que además lo protege parlamentariamente. Como no hay manera de preguntar sobre el asunto en el Congreso, la CUP ha registrado una pregunta “deportiva” para que no la eche atrás la mesa. En vez de preguntar directamente al gobierno por la visita de Juan Carlos I, la ha registrado dirigida al ministro de Cultura y Deporte: “¿Qué opinión le merecen al gobierno los valores deportivos que transmite el campeonato español de vela en Sanxenxo?”.

Así es, el juancarlismo sobrevive al propio Juan Carlos I. Volviendo al inicio, si un día se cae de verdad del barco, o tiene un accidente en otro safari, o le llega la hora por pura biología, ya verán qué generosos obituarios institucionales, políticos y mediáticos le van a dedicar, y qué contorsiones van a hacer los juancarlistas para subrayar su lugar en la historia pese a la “sombra” y la “mancha” de sus últimos años.

En fin, perdonen que insista en el tema, pero yo me niego a “normalizar” esta gigantesca anormalidad democrática. Para quitarse el mal sabor, no dejen de leer la novela de Herbert Clyde Lewis, que te alegra una tarde. A diferencia de nuestro emérito, el pobre Standish era tan decente que sentía más vergüenza que miedo, lamentaba la molestia que iba a causar con su rescate, y “prefería ahogarse antes que permitir que lo rescataran en ropa interior” porque “el sentido de la decencia de un hombre era tan importante como su vida”. Decencia, eso que no se ha visto por Sanxenxo estos días.

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