Cuánto se quejó cierta derecha en este país de los escraches impulsados por la gente contra determinados políticos corruptos y ejecutores de los recortes. Esa misma derecha es la que ahora está lanzando cacerías contra la libertad de expresión de artistas, contra el derecho a la protesta o contra políticos que pretenden amortiguar el aumento de la desigualdad y la precariedad. Lo hace con la inestimable ayuda de cierto sector judicial.
Sus víctimas tienen nombre: los titiriteros, los artistas Abel Azcona o César Strawberry, los concejales Guillermo Zapata o Rita Maestre, los 8 de Airbus, los raperos granadinos, y tantos más que podemos ser los próximos.
Sería un error observar esta persecución como un cúmulo de casos individuales y diferenciar unos de otros. Todos están marcados por lo mismo: la intención de criminalizar el arte, la expresión, la ficción y la protesta, derechos básicos de cualquier democracia. Si hoy callamos y miramos hacia otro lado, la bola de nieve seguirá rodando. El macarthismo nos visita, avivado por la “Ley Mordaza”.
En uno de los momentos de mayor empeoramiento de las condiciones de vida de la gente, y tras numerosas negativas del Gobierno del PP a escuchar demandas ciudadanas, los populares quisieron convertir los escraches en delito de terrorismo, y Cifuentes insinuó que Ada Colau era entorno de ETA. Recortaron la sanidad y la educación, nos exigieron un pago de impuestos proporcionalmente superior al de muchos ricos, e intentaron que no nos manifestáramos, que no protestáramos, que no criticáramos, que fuéramos simples siervos de sus privilegios.
Ahora que han perdido poder en las urnas se preparan. Cuando se trata de ellos, todo vale. Cierta derecha de este país se caracteriza precisamente por impulsar campañas de desinformación, linchamientos y guerras abiertas. La Historia da buena cuenta de ello.
Los escraches de la PAH fueron una respuesta desde abajo, desde la calle, ante la pérdida de derechos fundamentales precisos en un marco democrático. Las acciones de esa derecha no son protestas de la gente, sino ataques azuzados desde los despachos de ciertos poderes fácticos, prensa incluida, con el objetivo de mantener sus privilegios a costa de nuestros derechos.
Los escraches son de abajo arriba, motivados por la necesidad de mejorar las condiciones de vida de la gente que no tiene ni lo más básico para vivir dignamente. Los ataques de esta derecha son de arriba abajo, desde las cúpulas a la calle, motivados por el afán de enriquecerse a costa de la desposesión de los demás. Para ello no duda en intentar congelar las agujas del reloj, el movimiento: prefieren el impasse actual que el avance de unos acontecimientos que podrían arrebatarles poder y gobierno. Pero ya se sabe que eppur si muove.
Hay cierta derecha que afirma que los musulmanes y árabes no están preparados para la democracia, como si determinadas etnias o religiones llevaran en su adn la propensión a la pobreza, la represión y el autoritarismo.
“Musulmanes y democracia son incompatibles”, grita de vez en cuando, con superioridad, esa derecha. Sí, esa. La misma que, una vez más, como tantas otras veces en el pasado de nuestro país, pretende ganar a través de la guerra cultural lo que no ha ganado en las urnas.
Y así demuestra, de nuevo, que padece aquello que atribuye a ‘los otros’: que quizá le queda mucho para aprender a ser compatible con la democracia, esa democracia a la que solo respeta cuando gana.