El amigo Juan Luis Muñoz, sabio de Tarifa, siempre me invitaba a las reuniones gastronómicas que hacía en su casa. Eran encuentros con gente importante, políticos, empresarios, tratantes de ganado, bodegueros, periodistas y, en ese plan, el amigo Juan Luis era capaz de sentar, en la misma mesa, a Jesús de Polanco y a Sánchez Gordillo junto a Javier Arenas y, con esto, arrastrarme a mí para talycualear con ellos, alrededor de un plato de jamón y unos vasos de vino.
No sé si Sánchez Gordillo hacía lo mismo pero lo que es yo, nunca me presenté. Siempre alegaba jaqueca. Con esto quiero decir que nunca me atrajo conocer en persona al gran derrotado de las elecciones andaluzas. Porque si echamos la vista unos años atrás, podemos ver a Javier Arenas como el eterno aspirante a presidir la Junta de Andalucía. Un cargo que acarició, con la suspicacia del que se sabe preso entre su sombra y su destino. Para un coleccionista de cargos, eso ya es una derrota.
De todos ellos, de sus muchos cargos, el que más llama la atención es el que desempeñó como Ministro de Trabajo para el gobierno de Aznar. Tal vez, Aznar se fijase en él atraído por su aspecto de ganso, pues uno no sabe muy bien qué pensar a veces y menos cuando se trata de la derecha. Pero por marcar más su imagen, este vividor de la cosa política, unos años antes de pillar cartera, se sacó una famosa foto en el Hotel Palace de Madrid, leyendo el periódico mientras un limpiabotas le lustraba los zapatos. Todo un ejemplo de cómo los mecanismos de simpleza rigen las cabezas del espectáculo político de nuestro país.
En estos días, se le ha vuelto a ver a Javier Arenas, a las puertas de San Telmo, para hacer acto de presencia como un cadáver político al que han lustrado sus zapatos con el betún de la derrota. Asuntos protocolarios, de cortesía, le llevaron a asistir al acto de investidura de Juanma Moreno como presidente de la Junta. Bien mirado, son los mismos protocolos que yo me saltaba cada vez que el amigo Juan Luis me llamaba para talycualear con Polanco y con Arenas. Son los mismos rituales, no hay duda, pero llevados a las estructuras rígidas donde un cadáver no puede alegar que sufre jaqueca.