Un robot me quitó el trabajo

En los últimos meses parece estar consolidándose en la opinión pública la idea de que caminamos a un escenario en el que fruto del desarrollo tecnológico una proporción nada desdeñable de la población quedará desplazada del mercado de trabajo. Más pronto que tarde, las máquinas terminarán sustituyendo a los trabajadores en cada vez más sectores productivos, sobre todo en aquellos más proclives a ser mecanizados. Se trata nada menos que del progreso tecnológico, y en consecuencia histórico, ese impulso irrefrenable que nos hace avanzar como especie, cada vez más alto, cada vez más lejos. Como Ícaro.

No obstante, existe cierto debate acerca del efecto neto que sobre el empleo pueda tener la aplicación de las nuevas tecnologías a los procesos productivos. Algunos argumentan que, a pesar de que ese efecto sustitución de máquinas por trabajadores pueda darse, las nuevas tecnologías también pueden generar nuevos nichos de empleo en actividades que surgen al calor de esas nuevas invenciones tecnológicas, sectores de actividad que actualmente no existen, e incluso actividades que a día de hoy ni podemos llegar a imaginar. En este marco de debate, sin embargo, parece existir cierto consenso sobre la pérdida neta de empleos que trae consigo el desarrollo de la tecnología aplicada a la producción. Algunos organismos internacionales, como el Foro Económico Mundial, se aventuran a estimar que alrededor del 47% de la tipología de empleos que se desempeñan en la actualidad estarían en riesgo de desaparecer paulatinamente.

Pero lo cierto es que ese marco de debate se encuentra sesgado, por un lado, de una mirada occidental, y en concreto eurocéntrica; por el otro, por una falta de perspectiva histórica en el análisis. Empezando por lo segundo, el desarrollo tecnológico, como es lógico, no es algo nuevo ni reciente, sino que a lo largo del siglo XX hemos visto como el desarrollo tecnológico, la mecanización y la automatización de los procesos productivos, ha sido una constante y ha marcado los puntos de inflexión del ciclo de acumulación de capital a escala mundial en dos momentos históricos concretos.

En primer lugar, en el primer tercio del siglo XX se desencadenó un proceso acumulativo de innovaciones tecnológicas que, aplicadas a la producción, desplegó nuevas formas de organizar el trabajo en el seno de las fábricas, y que solidificaron en lo que se conoce como el modelo fordista. Resumiendo, la integración al proceso productivo de la banda transportadora y la descomposición del trabajo en distintas fases y tiempos se tradujeron en procesos de producción lineales y organizados en serie donde la fabricación de productos o, mejor dicho, de piezas complejas, se realizaba de manera fragmentada y mediante tareas simples y repetitivas, en las que una banda transportadora iba desplazando la pieza de manera automática por distintas fases y puestos de trabajo, todo ello de manera sincronizada, y cuya cadencia quedaba fijada por la dirección de la empresa. De esta manera se conseguían producir grandes volúmenes de productos estandarizados o idénticos. Este fue uno de los factores que posibilitaron durante el segundo tercio del siglo XX la reanudación de un ciclo de acumulación que se había visto comprometido tras la crisis del 29 y las dos Guerras Mundiales.

Como consecuencia del agotamiento del efecto que las innovaciones tecnológicas y organizacionales habían tenido sobre la producción, por un lado, y del hastío de la fuerza de trabajo ante esas formas de organizar el trabajo características del período fordista, por el otro, las tasas de rentabilidad a finales de los años 60 y comienzos de los 70 vuelven a resentirse. En este punto, y de nuevo hay que remarcar que junto a otra serie de elementos, las innovaciones tecnológicas asociadas a la informática, la microelectrónica y las telecomunicaciones permiten transformar de nuevo las formas de organización de la producción y el trabajo. El núcleo de esta nueva disrupción tecnológica radica en las tecnologías de procesamiento, almacenamiento y transmisión a distancia de información, que han posibilitado, entre otros aspectos, la disminución de los costes del transporte y la generación de mayores y mejores capacidades de coordinar las actividades productivas a una escala transnacional. Todo ello lo que ha permitido y fomentado ha sido un creciente proceso de fragmentación y dispersión geográfica de los procesos productivos.

Llegados a este punto, resulta necesario señalar que los niveles de empleo a nivel mundial, lejos de disminuir, como cabría esperar como consecuencia de la creciente mecanización y automatización de los procesos productivos, han aumentado. De hecho, en la actualidad disponen de empleo más de 3.300 millones de personas. Jamás se trabajó más que hoy.

Lo que sí ha generado la aplicación del desarrollo tecnológico a la producción ha sido un desplazamiento geográfico del empleo y una transformación en las formas de organizar el mismo. Ese desplazamiento del empleo, sobre todo el de menor cualificación, se ha dirigido de los países occidentales, aquellos con estructuras productivas y tecnológicas más desarrolladas, a las periferias globales, bajo el imperativo de abaratar los costes laborales. Por otro lado, las transformaciones en el mundo del trabajo han conseguido segmentar y dividir a la clase trabajadora, tanto dentro de un mismo centro de trabajo, como entre colectivos de trabajadores que se encuentran en distintas localizaciones geográficas.

Esto nos lleva a politizar el debate, pues el problema no reside tanto en el avance tecnológico per se, si no en cuál es la orientación de ese desarrollo tecnológico y cuál es el uso social que se le da. Hoy en día vivimos en el momento histórico de mayor desarrollo tecnológico, y sin embargo no somos capaces de asegurar unas condiciones materiales de vida dignas a una buena parte de la población mundial. Y esta (aparente) paradoja entre capacidades y resultados en la forma de organizar nuestra reproducción social responde al hecho de que el desarrollo tecnológico se encuentra intrínsecamente vinculado, no a la satisfacción de las necesidades humanas y sociales, sino a la lógica de reproducción del capital, es decir, todo avance tecnológico se materializará siempre y cuando sea funcional al proceso de acumulación capitalista. Huelga decir que ambas cuestiones ni mucho menos están alineadas, pues se encuentran atravesadas por lógicas diferentes.

Un robot, por tanto, jamás te quitará el trabajo. Y todo el aparato discursivo que plantea esta distopía tecnológica como si fuera un camino del que no podemos apearnos, y que viene aderezado con todo ese alegato acerca del emprendimiento, la reinvención y la adaptación personal constante a entornos cambiantes, no es sino una forma de justificar y legitimar un problema, el del desempleo y la creciente precarización laboral, que es político, y que por tanto, no está exento de conflicto. A día de hoy el empleo sigue, y me temo que seguirá siendo, fuente de derechos y garantía de pertenencia a una comunidad política. Más que reeditar una especie de ludismo 2.0., deberíamos resituar el debate dentro de los parámetros del conflicto capital-trabajo y reinsertar en la agenda de debate público el papel del sindicalismo, no como mecanismo de gestión y mediación de los intereses entre clases antagonistas, sino como herramienta autónoma de contrapoder. Y no dar nada por hecho; ni nada por resuelto.

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor.