Hasta ahora sabíamos que los medios de comunicación, y especialmente la televisión, habían desplazado a los parlamentos como foro del debate político. Un diputado preferirá mil veces ir a una entrevista a una televisión que hacer uso de la palabra en un debate parlamentario. Y un partido, incluso un gobierno, antes que registrar una iniciativa en la institución enviará una nota de prensa o convocará a los medios. Después comprobamos que los medios, y especialmente las series de televisión tan en boga ahora, son los que escriben la historia: desde Chernobyl a la monarquía británica. También son quienes lanzan los nuevos mitos: la Veneno, Nevenka, Serrano Súñer, el Cid o incluso para algunos Pablo Escobar. No estoy juzgando, solo constato una realidad. En algunos casos son mitos o referentes positivos y otros negativos, aunque para la opinión de otros quizá sea al contrario.
Y en eso llegó Rocío Carrasco, conocida por ser hija de quien es y por ser protagonista de la prensa rosa, con otra serie televisiva y comprobamos que también los medios, además de imponer la agenda política y reescribir la historia, aplican justicia y decretan quiénes son culpables o inocentes de los delitos. Desplazaron parlamentos, desplazaron academias de historia y ahora desplazan a los tribunales.
Podríamos pensar que esa suplantación de los medios, ese avasallamiento de las instituciones predominaba entre las clases populares, más fácilmente influenciables por las pantallas que por los debates parlamentarios rigurosos, los libros de historia o el rigor de los procesos judiciales. Sin embargo nuestros políticos nos han mostrado que lo más oportuno era sumarse a la corriente y posicionarse al lado de la televisión y del asunto que tuviera más gancho. De modo que si Rocío Carrasco acusa de un delito ante las cámaras, desde la ministra de Igualdad, a la portavoz socialista o el presidente de Más País suscriben su credibilidad sin titubeos. Como hubiera dicho mi abuela, “lo han sacado en la tele, tiene que ser verdad”.
Porque luego está la corrección política. Entre un maltratador y una maltratada, estamos al lado de la maltratada. Y entre el trabajador y el empresario estamos en el lado del trabajador. Y entre el negro y el blanco estamos al lado del negro. Lo que sucede es que además de posicionarnos al lado del feminismo, del sindicalismo y del antirracismo, debemos posicionarnos al lado de la verdad.
Durante años, los periodistas hemos intentado anteponer a nuestros principios y valores, anteponer a nuestra militancia, algo que es sagrado: la veracidad, el rigor. La historia está llena de periodistas comprometidos que tuvieron claro que ninguna ideología les iba hacer renunciar a la verdad: desde John Reed a Rodolfo Walsh. Sin embargo, parece que para la nueva política dominante la verdad ha dejado de interesar. Sabíamos que a la ultraderecha nunca le interesó la verdad, de hecho su política, desde Trump a Vox, es sembrar bulos y mentiras. El problema es cuando también la izquierda arrincona la verdad e, igual que esa miseria periodística que impide que la verdad te arruine un buen titular, ahora la causa política impone evitar que la investigación de la verdad nos arruine una buena causa política.
Y cuidado, porque si, afortunadamente, el mayor patrimonio de un periodista es su credibilidad, puede suceder, ojalá también, que el mayor patrimonio de un político también sea esa credibilidad. Sería muy preocupante que buenos principios y causas políticas terminen desautorizadas por haber despreciado el respeto de la realidad de los hechos. Porque ni las mujeres tienen siempre obligatoriamente la razón, ni los trabajadores, ni las minorías raciales. Por mucho que vivamos en una sociedad que maltrata a las mujeres, explota a los trabajadores y desprecia a las minorías. Su defensa no puede estar enfrentada a la verdad. Porque la verdad, aunque lo pensara mi abuela, no es necesariamente lo que sale en la televisión.