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El rojo del amanecer

Mujeres paseando durante la pandemia de la llamada Gripe española (circa 1918).

Silvia Nanclares

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Hace una semana experimenté por primera vez una sensación que, de tan natural, de tan deseada, ya había olvidado. La de estar en casa sola. Sola por primera vez desde hace más de cuarenta días. Me limité a escuchar, a sentir la soledad, el vacío de la casa, algo para mí tan necesario. Tanto que ni era consciente de que me estaba faltando. Justo salí del silencio que me regalaba el último real decreto del estado de alarma (tenía solo una hora sola, el tiempo corría en contra) para volver a escuchar la primera entrega del podcast especial confinamiento de Sangre Fucsia, donde Laura Gaelx, hablando de soledad y vejez, mencionaba a Maruja Mallo, retumbando: “Mi mayor capital es la soledad porque me lo ha dado todo”. Restaban ya menos de diez minutos para que volvieran mi hijo y su padre de su también anhelado primer paseo. ¿Por qué presiento que expresar en alto este placer será impopular? La soledad como privilegio.

Porque esa misma mañana había hablado con mi madre. “No sabes lo sola que estoy”, me dice. No, no lo sé. Yo llevo conviviendo casi dos meses con dos personas 24 horas, una de ellas de veinte meses, con una demanda de necesidad y atención vampírica y chispeante. Yo de lo que tenía era sed de esto, de experimentar la soledad. Sin más. Qué placer. Para las mujeres, la soledad buscada (la lucha del “ser para sí” constitutivo de la identidad masculina vs el “ser para otros” de la femenina) será siempre un placer culpable. Pero también nos queda la risa de la Medusa y el placer de la subversión antes de volver a estar disponibles.

La soledad buscada y la soledad no deseada. Dos experiencias espinosas para nosotras. Nos embebimos tanto de multitarea, de amor fusión y de familia nuclear autosuficiente que nos olvidamos de qué haríamos con nosotras mismas cuando fuéramos mayores y estuviéramos solas. Cómo nos cuidaremos. Bueno, externalizamos y listo, como todo. Ya habrá siempre una hija, una hermana, una vecina, en su defecto cualquier mujer, probablemente migrante, que pueda venir a limpiar y a hacer la comida, y si no, a una residencia, donde también habrá cuidadoras en su mayoría. Nadie esperaba la crisis de la COVID-19, como a la Inquisición, pero llegó para revelarnos al oído que estos planes, a lo mejor, no estaban tan bien pensados.

A mitad de la semana pasó algo inesperado. Hablé con mi madre otra vez. Y enseguida noté que estaba mucho más animada. “¿Sabes qué? ¡Me ha llamado Luz!”. Dos semanas atrás, yo había escuchado en la radio como Luz Casal estaba haciendo llamadas a gente anónima para paliar un poco su soledad. Estaba muy agradecida a la reacción que años atrás mucha gente desconocida había tenido hacia ella, ayudándola en parte a superar su cáncer. Y quería contribuir. Mi madre no puede ser más fan, está sola. Desde que murió mi padre evita oír la que era “su” música, entre la que estaba la de Luz. Le conté su historia vía Instagram sin ninguna esperanza de que mi mensaje resonara entre los miles que debían llegarle a diario. Pero Luz llamó. Y la animó a que se pusiese música. Y a más cosas. Charlaron durante un buen rato. Mi admiración por ella se ha redoblado.

Este fin de semana hemos marcado otra línea fundacional en este proceso de “volver” a no sabemos qué. Salgo bien pronto al rellano. Me topo con mis dos vecinas más mayores. Salen a charlar desde sus respectivas puertas, contiguas, todas las mañanas. Tienen un pequeño código inter-tabiques para comunicarse de casa a casa y avisar de cualquier imponderable. ¿Cuántas nuevas estrategias de convivencia deberemos desarrollar a partir de ahora? Adoración y Conchi, como dos derviches domésticos, viejas sabias danzando el baile que conjura la soledad. Los vuelos de sus largas batas de guata me despiden mientras bajo la escalera.

La luz y la temperatura acompañan, como queriendo ponerse a tono para estrenar esta Fase 0. Y vuelvo a experimentar por primera vez otra sensación que, de tan natural, de tan deseada, también había olvidado. La de pasear por la ciudad. Sola. Más allá de los trayectos hostiles en busca de comida. Por primera vez desde hace casi cincuenta días. Solo pasear sola. Y como soy de las de la franja matutina, he salido tarareando a Luz Casal. “Quiero ser el rojo del amanecer, un nuevo día brillará, se llevará la soledad...”. Y esta vez, además, sé que mi madre, unas horas más tarde y en otro sector de la ciudad, también disfrutará de este sol y este aire preñado de promesas de desescalada. Buscando la soledad de su paseo, que será ya una soledad compartida, que sienta como gran un abrazo raro que nos da la ciudad.

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