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Las 13 rosas y el abuelo de Pablo Iglesias

“El pequeño Charlot, cornetín de órdenes, trae una oreja de un moro, ”lo he matado yo“, dice enseñándola a los compañeros. Al pasar un barranco, vio un moro escondido entre unas peñas y encarándole la carabina, le subió al camino junto a las tropas; el moro le suplicaba: ”¡Paisa no matar, paisa no matar!“

“¿No matar?, ¡eh!, marchar a sentar en esta piedra”, y apuntándole descarga sobre él su carabina y le corta la oreja que sube como trofeo. No es esta la primera hazaña del joven legionario“.

Quien así relataba y se regodeaba con las “hazañas” del travieso Charlotín era uno de sus superiores en la guerra que España libraba en Marruecos durante el primer cuarto del siglo XX. Al oficial le pareció tan inspiradora la obsesión por amputar de su subordinado que no dudó en plasmarla en su libro Diario de una bandera. Este escritor era ya entonces un afamado comandante de la Legión que, según ha documentado el historiador Paul Preston, regresó de otra operación militar en el Rif portando “como trofeos las cabezas ensangrentadas de doce” combatientes de las tribus locales. El ardoroso guerrero, “literato” y cortamiembros se llamaba Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco y Bahamonde y, dos décadas después de protagonizar estas heroicidades, acabó liderando la sublevación que finiquitó la democracia republicana.

Franco (por abreviar) y el resto de los generales que le acompañaron en la sublevación de julio de 1936 tenían claro que su victoria pasaba por la eliminación masiva y sistemática del que fuera sospechoso de ser su adversario político. No lo digo yo, lo decían ellos mismos: “Hay que sembrar el terror… hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros. Nada de cobardías”, ordenó el General Mola a un grupo de alcaldes navarros. “Del diccionario quedarán borradas las palabras perdón y amnistía. Se les perseguirá como fieras, hasta hacerlos desaparecer a todos”, añadía Queipo de Llano desde los micrófonos de Radio Sevilla. “Cueste lo que cueste”, contestó Franco a un corresponsal extranjero que le preguntaba si estaba dispuesto “a matar a la mitad de España” si era necesario para conquistar el poder.

Esta estrategia exterminadora se aplicó con todo rigor. Decenas de miles de hombres y de mujeres fueron asesinados en todo el país por escuadrones de la muerte formados por falangistas, guardias civiles y militares. Paralelamente, los generales montaron un simulacro de Justicia encaminada a matar también “de forma legal”. Se dictaron bandos, órdenes y leyes que permitían ejecutar a cualquier persona que hubiera respetado la legalidad republicana, incluso antes de producirse la sublevación y a quienes, simplemente, “se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o pasividad grave”. ¡Sí!, hasta haber permanecido pasivo te podía conducir “legalmente” al paredón.

Los juicios eran un simple trámite burocrático para legalizar el asesinato. A los acusados se los juzgaba colectivamente en un solo consejo de guerra; apiñados de diez en diez, de veinte en veinte, no conocían los cargos que se les imputaba hasta el momento de sentarse en el banquillo; esos cargos, independientemente de cuál hubiera sido el comportamiento real del reo, eran fabricados en base a unos patrones preestablecidos: expandir ideas subversivas, promover la violencia, ser antipatriota, ser anticlerical y/o no ir a misa, haber colaborado con el Frente Popular… No había opción de contrastar los hechos, de cuestionar la veracidad de las acusaciones. Los abogados eran militares, designados por el propio tribunal, que reconocían la culpabilidad de sus defendidos y se limitaban a pedir clemencia. Los acusados ni siquiera podían hablar durante las vistas en que se decidía su destino.

Franco, paralelamente, puso todos sus medios humanos y materiales a trabajar para sacar a la luz los crímenes cometidos por los republicanos durante la guerra. El resultado de esta “investigación” se plasmó en la llamada Causa General. Cualquiera que bucee por sus páginas podrá comprobar que no se trata de un documento judicial mínimamente serio, sino de un burdo panfleto propagandístico repleto de consignas, prejuicios e ideología. La mayor parte de las acusaciones que se vertían contra personas con nombre y apellido, se sustentaban en hipótesis, sospechas o vagos testimonios. No se intentaba constatar la veracidad de los hechos ni se buscaban pruebas. La falta de rigor de la Causa General era de tales dimensiones que, cuando fue analizada tras el franquismo, se pudo comprobar que de los 85.490 asesinatos que denunciaba en sus páginas, entre 35.000 y 40.000 eran casos contabilizados dos, tres y hasta cuatro veces o aludían a personas que habían muerto en acto de combate y no víctimas de la represión.

He explicado todo esto porque numerosos personajes de nuestra derecha más rancia nos quieren ahora hacer creer que se han convertido en avezados historiadores o en implacables periodistas de investigación. Lo que hacen, en realidad, es meterse en Google, buscar la forma de acceder a los sumarios de los consejos de guerra franquistas y consultar online la Causa General (este vídeo de Youtube explica como hacerlo) En diez o quince minutos ya tienen su gran exclusiva. Ya conocen… la verdad.

Esta increíble labor archivística le ha permitido a Hermann Terstch descubrir que el abuelo de Pablo Iglesias era un criminal y a otros lumbreras saber que las jóvenes madrileñas, conocidas como “Las trece rosas”, merecieron ser fusiladas porque eran terroristas. No es el primero ni tampoco será el último gran hallazgo que realizan con su pericia detectivesca. Su sagacidad les permitió, años atrás, desenmascarar al abuelo del entonces presidente Zapatero; otro que fue condenado a muerte porque… porque… porque algo habría hecho.

Sería para tomárselo a broma si no estuviéramos ante un comportamiento criminal, al menos intelectualmente hablando. Estos personajes están dando a esos sumarios, elaborados en los peores años de la dictadura, la misma legitimidad que a cualquier auto judicial dictado en democracia. Están vendiendo como verdades absolutas las investigaciones-farsa que realizaron los militares y los falangistas. Están atacando al adversario político e intentan blanquear el franquismo valiéndose de los mismos documentos manipulados que sirvieron para fusilar a miles de demócratas. En este indignante juego han llegado a asumir como propio el peor discurso del franquismo: la dictadura era la legalidad y quien se oponía a ella se convertía en un rebelde y un terrorista. Lo vimos con los abuelos de Zapatero y de Iglesias y lo hemos vuelto a ver, especialmente, en el caso de “Las trece rosas”: ellas se enfrentaron al franquismo, luego eran terroristas y merecían ser fusiladas.

Nada de esto sería relevante si este discurso se mantuviera, como ocurre en Alemania, restringido a grupúsculos marginales de neonazis. Nadie más que un loco se plantearía en ese país utilizar como argumento los datos del sumario instruido por un juez nazi, ni osaría esgrimir como prueba los informes elaborados por la Gestapo sobre socialistas, judíos, comunistas o testigos de Jehová. Aquí, sin embargo, no solo se usan, sino que la profunda ignorancia histórica a que nos ha condenado la modélica Transición hace que mucha gente los acabe dando por buenos. Asusta el silencio, la permanente ambigüedad, cuando no complicidad, que rezuma el Partido Popular cuando se habla del franquismo. Asusta porque es un partido de mayorías, un partido de Gobierno ¿Llegará el día en que la derecha española imite a la francesa o la alemana y se desvincule clara y rotundamente del fascismo?

Mientras llega ese momento debemos ser conscientes de que Franco tuvo cuarenta años para reescribir la Historia. Por borrar, intentó borrar hasta el capítulo que él mismo escribió y con el que he arrancado este artículo. Sus herederos intentan seguir sus pasos amparándose en el desconocimiento generalizado. No nos queda otra respuesta que alimentar la memoria, para que no se olvide cómo era aquella España de paseos al amanecer, fosas comunes, juicios farsa, cárceles abarrotadas, mujeres rapadas y violadas, pruebas fabricadas y militares que se excitaban cortando las orejas de sus enemigos.

*El capítulo solo puede leerse íntegro en la primera edición de la obra (1922). En las ediciones posteriores (la segunda data de 1939) fue eliminado. Al parecer, ya no era “políticamente correcto” que el “Caudillo” se enorgulleciera de la amputación de miembros humanos.