Muy antiguamente, el PSOE era un partido de izquierdas. Nadie sabe decir, a ciencia cierta, cuándo dejó de serlo. De hecho, aún hay quienes consideran que el partido socialista sigue siendo un partido pasablemente de izquierdas, de toda la vida. Los lectores de libros de historia de España, incluidos los libros de Ricardo de la Cierva, se retrotraen a la connivencia del PSOE con la dictablanda de Miguel Primo de Rivera para desacreditar, de principio a final, el izquierdismo de este partido, que, bien mirado, ha sido el único partido de izquierdas que ha gobernado nuestro país.
Pero ya no hay lectores de libros de historia de España, porque nuestra historia desapareció de las librerías cuando se convirtieron en superventas los engendros de Pío Moa y César Vidal. Esto sucedió durante el aznarismo. A ese período de nuestra historia reciente, Manuel Vázquez Montalbán lo llamó la aznaridad; pero es que, entonces, aún no había petrificado la manera de hacer política de Aznar. Estaba sucediendo en tiempo real, como la mortandad cuando hay gripe aviar. Hoy, es una capa geológica, un sustrato. Acaba en “ismo”, como todo lo que se estudia.
En los años de Aznar (camisas azules de cuello blanco, pulseritas de montañero, bigote de hortera de droguería), dieron en la televisión pública una serie documental sobre la historia de España, basada en un libro de García de Gortázar, que empezaba con el Big Bang, el estallido cósmico original. Era la forma neoliberal de recordar que somos una unidad de destino en lo universal. De los componentes de aquella generación de ultras, por ultraliberales, unos cuantos todavía siguen en activo, como Miguel Ángel Rodríguez. Eran unos modernos de gin tonic en copa (el cáliz de la alianza con el golfeo) y, culturalmente, estaban más cerca de Cosmos, la serie de Carl Sagan, que de Ernesto Giménez Caballero, el creador de contenidos de Falange y de sus frases más disparatadas. Quiero decir, que estaban cerca de Carl Sagan únicamente en lo visual. Por la tele, todo se pega. Ideológicamente, eran de ultraderecha, tanto de la secreta, la que ahora les proporciona su puesto de trabajo, como de la aproximativa, la que han creado telepáticamente, es decir, los Alvises del mundo.
Ahí ocurre como en el teatro de Shakespeare. Es necesario crear personajes absurdos, fuera de toda lógica, secundarios atrapados de por vida en su papel irrelevante, para justificar y enmascarar todo lo que hay de absurdo y contradictorio en lo que se está contando. Lo explicó muy bien el dramaturgo inglés (de origen checo), Tom Stoppard, en su obra Rosencrantz y Guildenstern han muerto. Eran los dos amigos de Hamlet, que aparecían de repente en el castillo, no se sabía muy bien qué hacían con aquella compañía de teatro, pero estaba todo relacionado con la trama a pesar de ellos, y luego los mataban, ni siquiera en directo, sino en diferido, porque en realidad no pintaban nada. Ruiz Mateos no tenía ningún cometido dramático en la política española, más que su papel de figurante. Por eso, Alvise ha sido tan comparado con el excéntrico propietario de Rumasa. Hay que reconocer que la gente de antes tenía más calado. Ruiz Mateos robó mucho y a lo grande para llegar a donde llegó. A Alvise le ha bastado con tuitear. Nos hemos vuelto muy mindundis en todo.
También Santiago Abascal es un Guildenstern o un Rosencrantz (ni entre ellos mismos se distinguen). Quedó demostrado cuando interpuso aquella moción de censura con el histórico Ramón Tamames al frente. Abascal no se dio cuenta, porque creía que estaba interpretando La venganza de don Mendo; pero, en el fondo, Santiago Abascal no era más que la calavera de Yorick, el bufón, en la mano de Tamames, llena de cementerios políticos y biográficos. Miguel Ángel Rodríguez es un posmoderno, en el sentido explícito del término. Es decir, está obsoleto. La gente ya se ha olvidado de Lyotard, de la posmodernidad, de todo eso. Ahora se lleva otro pensamiento, menos de leer, más de ir a charlas con videopantallas. Por esto, Isabel Díaz Ayuso tiene ese aire retro, caduco. Es un producto del trasnoche de MAR. Uno de esos monstruos esperpénticos que aparecen en un delirium tremens. Todo el contenido político de Ayuso cabe en un solo chiste de Lina Morgan. La obra que están representando los populares en la comunidad de Madrid es pura “táztica y monocle”, como en los sainetes populares de Arniches. En España, lo popular no es la voz del pueblo, sino la del amo hablándole al criado.
A medida que el PP puede permitirse ser cada vez más de derechas, el PSOE nunca se ha atrevido a ser cada vez más de izquierdas. Más bien, al contrario. Los supervivientes de la Transición consideran que el PSOE dejó de ser de izquierdas cuando Felipe (después, llamado González, también a secas), le quitó al partido la etiqueta de marxista en un congreso extraordinario. En el instituto, también cambiamos Novecento por Village People (dos formas diferentes de representar al pueblo). Otros testigos de la Transición son más pacientes, y sostienen que el izquierdismo del PSOE duró hasta el referéndum de la OTAN. En líneas generales (nunca mejor dicho), resulta contradictorio ser de izquierdas y estar en la OTAN. Pero el cuerpo aguanta lo que le echen. Hasta que ya no puede más. Fue de este modo como se cambió en todas partes el término izquierdismo por la palabra progresismo. Mucho más versátil, ¡dónde va a parar! Para ser progresista, no hace falta ser muy de izquierdas. Es más, se llegó a convencer al personal de que el progreso social no estaba necesariamente relacionado con la izquierda, y viceversa.
De nuevo se ha vuelto a hundir la izquierda a la izquierda del PSOE. Le pasa cada dos por tres. El principal problema de la izquierda es que no es lo suficientemente de derechas. Esto lo han comprendido siempre los socialistas. Pero solo sirve para ellos. Lo que no ha comprendido la izquierda de la izquierda es que tampoco es tan de izquierdas como se cree, por mucho que se llame progresista. O quizá por eso.