Canal 9 y Wert: no es un problema de ideología, sino de gestión
Uno de los aspectos más supuestamente positivos de los Gobiernos de Aznar, tal y como quedó en la percepción de buena parte del público, fue su eficacia en la gestión. Con independencia de la agenda política, del sustrato ideológico, de los delirios de grandeza del presidente… El PP se presentaba como un partido serio, riguroso, que sabía gestionar las cuentas públicas y los servicios públicos.
Esa idea sobrevivió a Aznar y se convirtió en uno de los principales avales del PP para recuperar el poder en el Gobierno central. También para ensanchar su electorado: más allá de los que votan al PP por razones ideológicas, identitarias, por confrontación con otras opciones políticas, etc., hay mucha gente que les vota para que aplique esa tan cacareada eficacia en la gestión. Por ese motivo, entre otros, consiguió este partido en 2011 el mejor resultado de su historia: frente a la impotencia del PSOE y de Zapatero, el retorno a la “historia de éxito” del PP y su gestión de los grandes números.
Dos años después, y a pesar de la ola propagandística en la que nos intenta subir el Gobierno desde hace meses (con hitos tan espectaculares como cocinar más y más las encuestas del CIS, con el resultado de que, conforme menos gente dice que votará al PP…, ¡más gente estima el CIS que va a votarles!), no parece que el mito de la eficacia en la gestión esté saliendo muy bien parado. Y no es sólo cuestión de que el Gobierno se dedique a recortar por doquier, incumpla casi todas sus promesas y se vea superado por la crisis. Es cuestión, sencillamente, de que la crisis, y con ella la escasez de dinero para tapar agujeros, evidencia hasta qué punto las cosas se están gestionando mal. De que hay mucha gente en el PP que no sabe, no quiere o no puede gestionar los asuntos públicos.
Esta semana hemos tenido dos ejemplos emblemáticos. Por un lado, la medida inicialmente aprobada por el Ministerio de Educación de revocar las ayudas a los estudiantes erasmus que no fueran becarios del Ministerio, incluyendo a los que son beneficiarios de la beca en el presente curso. Es decir, una medida que tiene también carácter retroactivo y que implicaba birlarles a los estudiantes una tercera parte de su beca, con la que ya contaban. Como si ahora una empresa pretende bajarles el sueldo a sus trabajadores… aplicando la bajada desde 2012. Esta decisión, tan arbitraria e injusta, generó todo tipo de críticas y, al final, Wert tuvo que dar marcha atrás (sólo parcialmente: en lo sustancial, que es la eliminación de las ayudas a partir de 2014, se mantiene).
Está claro que Wert actúa y se comporta como un archienemigo de la educación pública (que, en teoría, se encarga de gestionar), pero la clave que intento analizar aquí no es el “qué”, sino el “cómo”. Cuál es la manera que tiene Wert de intentar debilitarla. Y en sus modos se aprecia, sin dificultad, que el aún ministro tiene mucho más de tertuliano que de gestor. Por la retroactividad de la medida, y también por atacar frontalmente a unas becas muy populares entre el alumnado. Y que, además, no son particularmente redistributivas, dado que se asignan a los estudiantes con independencia de su nivel de renta.
El otro ejemplo, aún más reciente, es el cierre de RTVV, que agrupa a la televisión y la radio públicas valencianas, decretado por el (también aún) president de la Generalitat valenciana, Alberto Fabra. De nuevo, no quiero entrar a analizar el fondo de la medida y sus implicaciones (muchos ya lo han hecho, y muy bien), sino la forma. Que fue, ante la decisión judicial de tumbar el ERE de 1.000 trabajadores de RTVV, responder anunciando su cierre. Con un comunicado, pésimamente redactado, en el que se tiraban balones fuera. Y con un argumentario que sonrojaría a Silvio Berlusconi por su zafiedad demagógica: el de que cierran RTVV para garantizar hospitales y colegios públicos. Precisamente el PP valenciano, que lleva décadas tirando el dinero en estupideces, a menudo como mero pretexto para repartírselo generosamente a los suyos, mientras privatizaban hospitales y favorecían a la enseñanza privada.
Se anunció el cierre… Y quedó claro, acto seguido, que el president Fabra no tenía ningún plan detrás, ninguna hoja de ruta para acometer el cierre y minimizar el obvio deterioro político y electoral que el cierre comportaría para su Gobierno y su partido, como muestra, sin ir más lejos, el impresentable decretazo con el que han nombrado a un comisario político para liquidar RTVV. En apariencia, la decisión judicial les pilló por sorpresa, sin nada preparado.
Y esto a pesar de que se sabía desde hace meses que, desde un punto de vista jurídico, era más que probable que se tumbase el ERE. Que el propio Gobierno valenciano había amenazado con cerrar RTVV si esto ocurría. Y que cargarse la radio y la televisión públicas no es, evidentemente, una decisión banal. En cambio, dicha decisión se ha adoptado como si, en efecto, no tuviera importancia. Como una respuesta de un niño consentido, enojado al ver que los demás no se pliegan a sus caprichos.
Es evidente que detrás de este tipo de decisiones hay también una determinada agenda política. De pasotismo y desprecio respecto de la educación pública (que no la consideran suya) y de los medios públicos (desde el momento en que la justicia no les ha dejado colocar tranquilamente a los suyos). Y, naturalmente, este tipo de decisiones tienen un coste electoral. Pero lo relevante del asunto es que la profunda ineptitud demostrada por los dirigentes políticos del PP en estos dos casos (y no sólo en estos dos casos) ha contribuido a agravar el efecto electoral y político de las medidas, su alcance social y la indignación de los ciudadanos indignados.
Así, por ejemplo, en la Comunidad Valenciana asistimos el miércoles al espectáculo de ver a la televisión pública, tradicional instrumento de propaganda del PP, convertida en instrumento de propaganda… Contra el PP. Y batiendo todos los índices de audiencia en el camino. No sólo como consecuencia del cierre de RTVV, sino de que, tras anunciar el cierre, quedó claro que Alberto Fabra ya no sabía qué hacer, más allá de echarle las culpas de esta decisión a todo el mundo, salvo a él.
Ante la orfandad en que quedó RTVV tras el anuncio, y previa dimisión de la directora general, Rosa Vidal, los trabajadores tomaron el control de RTVV. No ha durado mucho el espectáculo, entre otras cosas porque es evidente que cada día suponía un desgaste considerable para el PP valenciano. Imagínese el lector a una entrañable abuelita que está viendo la televisión pública valenciana, como siempre, y de repente le dicen que los del PP son unos corruptos, que manipularon constantemente y ocultaron la verdad; su horizonte de expectativas se verá, a buen seguro, conmocionado, a no ser que interprete lo que está viendo como una serie de ficción, un experimento orwelliano improvisado.
Este tipo de prácticas chapuceras en la gestión, cada vez más habituales, conforme el margen de maniobra se reduce y ya no se pueden disimular los agujeros, no pueden obedecer sólo a un maquiavélico intento de degradar lo público. Entre otras cosas, porque la degradación de lo público ya viene de antiguo. Es posible que el objetivo último de estas decisiones sea socavar más y más los servicios públicos, pero lo que está claro es que su incompetencia es tal que, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera saben cómo hacerlo para que, al menos, las medidas que toman no se vuelvan contra ellos.