A quienes nos pidieron olvidarnos de José Couso y dejar de informar sobre Irak
El 9 de abril de 2003, en el centro de Bagdad, no muy lejos del hotel Palestine, varios periodistas avanzamos caminando despacio hacia un grupo de militares estadounidenses mientras agitábamos sábanas blancas, temiendo ser de nuevo objetivo de su metralla.
Hacía tan solo veinte horas que el Ejército de Estados Unidos nos había atacado al disparar contra el hotel Palestine y contra las sedes de las televisiones Al Jazeera y Abu Dhabi: Tres ataques a la prensa en una misma mañana. Tan solo veinte horas nos separaban de la muerte de los periodistas José Couso, Taras Prosyuk y Tarek Ayoub.
Cuando llegamos a la plaza donde se encontraban los militares, mantuve mi primera conversación con un soldado estadounidense en Bagdad:
Él: ¿Sabes cuánto nos queda para llegar al centro de Bagdad?
Yo: Estáis en el centro de Bagdad.
Él: ¿Sabes cuándo volvemos a casa?
Yo: ¿Qué casa?
Él: Soy de Texas.
Yo: Si no lo sabes tú... ¿Qué edad tienes?
Él: 21 años
Yo: ¿Sabéis que habéis asesinado a periodistas? Uno de ellos era mi amigo
Él: Esto es una guerra, ¿qué esperabas?
Yo: Atacar a civiles o a la prensa es ilegal y está castigado como crimen de guerra.
Él: Mi división no fue la que os atacó.
Nuestra conversación, grabada con un magnetófono, fue interrumpida por los gritos de un sargento:
-Soldado Rudy, colócate al frente!
Y el soldado Rudy avanzó arrastrándose por el asfalto de una plaza de Bagdad, participando en una escenificación dirigida a las cámaras de los periodistas que allí nos encontrábamos. Detrás de él unos diez soldados apuntaban con sus armas hacia los pisos de civiles que rodeaban la plaza. En el balcón de uno de los edificios había dos críos observando la escena agazapados, agitando una bandera blanca con un temor evidente. No eran los únicos.
Un par de horas más tarde los tanques estadounidenses llegaron a la plaza Paraíso de Bagdad, situada a las puertas del hotel Palestine, el mismo que el día anterior habían atacado, y donde residíamos más de doscientos periodistas extranjeros.
Recuerdo la mirada de muchos de nuestros colegas, contemplando con evidente rabia y desconfianza a los soldados de la potencia invasora, que llegaron acompañados de un pequeño grupo de iraquíes. Fueron precisamente estos los que derribaron la estatua, una escenificación estudiada en una ubicación que sin duda no fue elegida al azar:
A pesar de que había más de 200 estatuas de Sadam Hussein en las calles de la ciudad, la primera en caer fue precisamente la situada frente al hotel de la prensa. Con ello se aseguraron de que la escena fuera retransmitida en directo. Y así fue.
Hubo muchos medios que anunciaron aquello como el principio del fin de la guerra. Otros hablamos de que la guerra no había hecho más que empezar. Hubo televisiones que emitieron un plano cerrado de la plaza Paraíso. Si hubieran ampliado un poco el encuadre se habría podido ver que quienes celebraban ese momento no eran muchos. La mayor parte de la gente permaneció aquél día encerrada en sus casas, temerosa y con la imagen de los periodistas muertos el día anterior muy presente.
“Si os han atacado incluso a vosotros, imagínate qué podrán hacernos a nosotros”, me dijo una amiga iraquí dos días después.
Sus peores presagios se cumplieron. Poco después llegaron los arrestos arbitrarios, más ataques indiscriminados, los saqueos contemplados pasivamente por las tropas estadounidenses, que facilitaron el caos.
Soldados borrachos en el Palestine
Una noche tres soldados estadounidenses, completamente borrachos, irrumpieron en una habitación del hotel Palestine donde estábamos reunidos varios periodistas. Uno de los militares empuñaba una pistola y nos apuntó con ella mientras nos insultaba y se tambaleaba. No pasó nada, pero podía haber pasado.
Cuando meses más tarde algunos iraquíes nos relataron cómo los militares entraban en sus casas a altas horas de la madrugada, a empujones, deteniendo arbitrariamente a la gente, abofeteándola delante de sus hijos, recordé a aquellos soldados borrachos.
Después llegaron las denuncias de torturas en las cárceles, las desapariciones de gente arrestada y escondida en prisiones secretas, la multiplicación de los asesinatos.
La memoria como herramienta para conquistar justicia
Hay recuerdos dolorosos que encerramos bajo llave en algún recoveco escondido de nuestro cerebro y que dormitan sin provocar seísmos cotidianos. Pero cuando llegan fechas señaladas, aniversarios redondos, como esté décimo, rugen repentinamente, se retuercen exigiendo salir de su olvido, y terminan plantándose en la retina como si formaran parte de hechos recientes, como si constituyeran emociones aún no dominadas ni digeridas.
Es importante entender que las guerras no pueden ser contadas como si se tratara de una película de acción entretenida, donde el reportero juega a presentarse como ‘el protagonista’, siempre en peligro, en una narración que invita al receptor a atiborrarse de palomitas. Las guerras nunca son entretenidas. Son trágicas. Constituyen la esencia del horror.
Por mucho que alguien trate de imaginarse el dolor que provocan, no será capaz de adivinar en toda su magnitud su capacidad para incinerar el brillo de los ojos de los niños, para arrebatar sonrisas de forma irreparable, para abrir boquetes en el pecho de los supervivientes.
Los duelos se posponen y llegan más tarde. Muchos iraquíes tuvieron que ‘encarcelar sus lágrimas’ -empleando una expresión que ellos mismos usan- para mantener el fino hilo de fuerza que les ataba a la vida, por sus hijos, por sus seres queridos, para conseguir agua, pan, dinero, seguridad, para no derrumbarse definitivamente devorados por la depresión o la locura.
Aún ahora, 10 años después, aparecen nuevas secuelas en las mentes de quienes sufrieron aquél infierno en Irak.
No soy partidaria de presentarme como una reportera deshumanizada. Por eso estoy escribiendo estas líneas. Porque, con el monstruo ya liberado a causa de las fechas en las que nos hallamos, con la puerta de los recuerdos enterrados ahora abierta, con imágenes pasadas saltando como un resorte hasta este presente, reivindico la memoria como herramienta contra la infamia y la indecencia, reivindico la Historia como arma contra los crímenes y la involución, reclamo el recuerdo como elemento imprescindible para la Justicia.
Por eso os invito a que naveguéis en algunas páginas que os devolverán aquél horror olvidado pero sin embargo aún presente en Irak. Escribid 'Irak y bombas' - o 'Iraq bombs'- en el apartado de Imágenes de Google y veréis cómo cae todo un mosaico de fotografías que es probablemente lo más parecido a la memoria grabada en la retina de quienes vivimos aquello, y sobre todo, de los iraquíes que lo sufrieron y siguen padeciendo sus consecuencias.
Reivindico el recuerdo, la memoria siempre en nuestro presente, para intentar evitar nuevos infiernos en un futuro, para conquistar la reparación de la justicia y su carácter ejemplarizante. Los periodistas José Couso, Taras Prosyuk, Tarek Ayoub, junto con decenas o cientos de miles de civiles más no merecen morir de nuevo olvidados en el escepticismo de los diarios ni en el cinismo de este sistema que persigue a los débiles y crea grandes franjas de libertad para corruptos y criminales.
Mientras tengamos presente qué pasó, mientras miremos aquellas fotos de niños mutilados, de madres huérfanas de hijos, de Ali sin brazos ni pierna, de aquella niña sorda que perdió a sus padres y a sus cinco hermanos, mientras sepamos cuáles son las consecuencias actuales de lo que pasó, la justicia ya habrá conquistado un enorme espacio.
Por eso hoy vuelvo a reivindicar la memoria de mi compañero José Couso, de Taras Prosyuk, de Tarek, de Ahmed, de Samira, de Julio A. Parrado, de Salma y de tantos más que se quedaron en el camino machacados por una operación militar definida por nuestros gobernantes y por tantos periodistas bienpensantes como “limpia, rápida y eficaz”. A la vista están los resultados.
Sugiero a quienes aún defienden la invasión de Irak que se den una vuelta por los hogares rotos de Bagdad, que visiten a los mutilados, que hablen con las familias destrozadas. No para fotografiarse con ellos y largarse corriendo, como hicieron aquí algunos políticos, que no dudaron en instrumentalizar el caso Couso con fines electorales para, una vez en el gobierno, abandonar a la familia Couso y seguir las directrices de Washington, deseoso de cerrar el caso judicial. A quienes defienden la guerra de Irak -Tony Blair o Aznar, entre otros- les sugiero que se queden en los escenarios objetivo de esas ‘operaciones militares’ que tanto aplauden. Que vivan con la gente, que compartan su pobreza, sus nervios, su desesperanza, sus humillaciones.
Que sufran la falta de agua y de luz eléctrica, que se duchen a tientas. Que se coloquen bajo un bombardeo, que vean morir a alguien a su lado, que vayan a los hospitales y observen las alfombras de heridos sobre el suelo por falta de camas ante semejante avalancha de sangre, que vayan a las morgues y vean los cadáveres de niños con tarjetitas en las que se lee:
‘Encontrada en el barrio Al Karrada con un vestido azul. Nombre: desconocido’.
Y luego, entonces sí, que hablen de las malditas guerras.
Por mi parte, os aseguro que el cadáver de la niña del vestido azul es presente. Ahmed es hoy. Bagdad bombardeada es parte de nuestro ahora. Irak, devorada y rota, sigue siendo un triste presente. Y, por supuesto, José Couso es hoy. Siempre en la memoria, como un reclamo de Justicia.