Muchos niños están manifestando miedo a salir a la calle, como se les permite a partir del domingo, por temor al coronavirus. Han sido seis semanas metidos en casa con la pandemia como tema principal. No es una buena noticia. Hay una diferencia radical entre la prudencia y el miedo, dos actitudes tan diferentes que una implica una posición de atención activa y la otra paraliza y aun retrae. La peligrosidad de la COVID-19 es un hecho. Aunque sujeto a variables como la obtención de una vacuna, el virus está en el mundo para quedarse por un largo período de tiempo. Lo ha advertido la OMS y se aprecia en síntomas claros: en algunos países que parecían haberlo controlado, se ha producido algún repunte.
Algunos expertos, como el economista José Moisés Martín, advierten que la política debería prever “dos años de distanciamiento social”. Sin duda, circunstancias diversas pueden alterar los plazos, pero, si el aislamiento va a ser prolongado, hay que planificar líneas muy claras de actuación. Prever alimento y forma de vida para millones de personas -para lo que parece inevitable retomar la actividad- y atender a los instrumentos que se cuidan de la salud, hoy en precario tras el desmantelamiento de las políticas neoliberales. La salud, integral. Según la definición de la OMS, “la salud es un estado completo de bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedad”. La enfermedad nos ha caído o nos cerca y es terrible, no debemos agravarla con otras carencias esenciales.
Salen los niños, con miedo algunos, como si lo hicieran de la madriguera y entra en desaliento un nutrido grupo de adultos al no ver vía inmediata de dejarla por unas horas. El ministro de sanidad ha dicho que “no hay previstas” nuevas medidas de alivio. No podemos vivir en la madriguera. Si convertimos la vida en algo que no merece la pena ser vivido, no hay mucho más que hablar. Y dentro de las necesidades y libertades de todos, han de ser valoradas las prioridades de cada uno. No es falta de realismo o de comprensión, ni insolidaridad. Urge que los mayores salgan. Los que quieran. Los que no tengan miedo. Y cuantas personas precisen, por salud, la movilidad. Bajo normas y atendiendo a la propia responsabilidad. Una hora al día siquiera, con todas las cautelas.
Los mayores, a no tardar. “Muchos de nosotros padecemos achaques para los que nuestros médicos nos han recomendado una o dos horas de paseo diario. Llevamos más de cinco semanas sin hacerlo, lo que me temo que pueda traducirse en un agravamiento serio de bastantes patologías”, escribía el periodista Javier Valenzuela. Como yo misma, a lo que tenemos miedo no es a salir a la calle protegidos, es a la corriente que busca confinar a los mayores de 60 o 65 años en adelante mucho más tiempo que al resto. Macron y Merkel se oponen, lean. No se puede añadir mucho más confinamiento, con cuanto implica, a la sensación que queda del aberrante balance de muertes en residencias de ancianos, en varios países, además de en España. Aquí, la Comunidad de Madrid ha registrado su absoluto récord insoportable. ¿Cómo se puede dar a personas en el último tramo de la vida el horizonte de quedarse en casa, resintiéndose a muy diferentes niveles, y viendo la calle desde la ventana?
Lo peor es que el coronavirus ha caído sobre una sociedad sujeta a una profunda tarea de infantilización y frivolidad que ha calado en sectores amplios y decisivos. Capaces de llevar al poder a gente como Bolsonaro, o Donald Trump, cuya última ocurrencia es que los enfermos se inyecten desinfectante para curarse del coronavirus. En EEUU se temía afrontar la pandemia con un presidente anticiencia. Los desinfectantes en vena pueden causar una masacre.
Nuevos ídolos plantean delirantes soluciones a los problemas. España, y medio mundo, acapara papel higiénico y luego alcohol y ajos. Acentúan el uso de amuletos rojigualdas colgados en ventanas y balcones. Votan a políticos como Pablo Casado o Díaz Ayuso o a sus correligionarios de la ultraderecha oficial, denuesto de la razón y hasta de la ética a la vista de sus declaraciones. Siguen prestando atención todavía a grandes símbolos de la decadencia moral de la política, jarrones chinos cuarteados que alzan sus voces autoritarias como desde el fondo de una caverna.
El coronavirus llegó a un escenario preexistente equivocado por completo para afrontar necesidades vitales como esta pandemia. Y, sin embargo, el descontento y la incertidumbre pueden cargar la culpa sobre el gobierno en ejercicio sin darse cuenta de quién recoge los frutos. En España, serían precisamente los principales causantes de las carencias previas quienes, sin el menor escrúpulo, procuran acentuar la angustia social para recoger esos amargos frutos. El desenlace sería el más ilógico.
Las más afamadas novelas y películas de ciencia ficción sobre el futuro, nos muestran el fin de la civilización que conocimos sustituida por estados de atroz degradación Las distopías del siglo XX se están cumpliendo desde hace tiempo. Han pervertido el significado de palabras como libertad, democracia o periodismo, en línea a lo anticipado por la neolengua de Orwell. Su Gran Hermano nos vigila hasta el pensamiento. Y la ignorancia habrá borrado su origen hasta creer que es solo un programa de televisión. Los epsilones de Aldous Huxley son hilos conductores de todas las patrañas que quieran difundir. Ya hay mandos de Gilead que usan la mentira para cambiar el orden mundial y oprimir en particular a las mujeres.
Resulta que “El Planeta de los Simios” no estaba en lejanas galaxias sino que se había edificado sobre el fracaso de la civilización humana, mientras el símbolo de la libertad yacía roto en una playa. El progreso sucumbió ante la fuerza oscura. No paro de recordar estos días, mirando por la ventana de cristales o las que se abren a los medios y a las redes sociales, “La Máquina del tiempo” de Herbert George Wells. Concretamente ese mundo del año 802.701 al que llega en su viaje un científico del siglo XIX. La vida aparente son los Eloi que habitan la superficie, sanos, guapos y tontos, juegan y se aman todo el día. En el subterráneo están los triunfadores de las crisis perpetuas: los Morlocks. En las noches sin luna, salen de cacería. Su alimento son los Eloi, que saben han de esconderse muertos de miedo cuando sus vecinos tienen hambre y que de vez en cuando caerá inexorablemente alguno.
Nuestra civilización se encuentra en el camino errático, sin duda. Puede salir de esta devastadora crisis con propósito de enmienda, de construir un mundo respirable y vivible para todos o puede caer en el abismo que previó la literatura a través de los indicios.
No, no es buena noticia que los niños tengan miedo a salir a la calle por el coronavirus. El sector timorato de la sociedad ha hecho una eficaz labor de adoctrinamiento. A veces, en las madrigueras acechan otros peligros. La vida hay que vivirla eligiendo cada paso entre beneficios y riesgos. Una sociedad adulta lo sabe. Déjennos seguir construyendo el futuro dure lo que dure. Y no mirando el mundo solo desde constreñidas ventanas durante todas las horas del día.