Si existe algo casi tan estomagante como los manejos dilatorios que se han sucedido para impedir que se imputara a la infanta Cristina de Borbón, ello es la multitud de comentarios que, como consecuencia del impecable trabajo del juez Castro, y tras su segunda imputación, saturan ahora la prensa y las tertulias. Después de tanto enjuague por las altas esferas, ¿pretenden que lo de este letrado, literalmente solo ante el peligro, es la prueba viviente de que “estamos en una democracia asentada” y “la Justicia es igual para todos”?
No, amigos, la actuación del juez Castro puede ser, y lo es, muy reconfortante para la ciudadanía, un verdadero chute de decencia que nos urge –lo de Blesa tampoco ha estado mal: veremos hasta dónde puede llegar el nuevo magistrado–, porque llevamos años con las ruedas de molino atragantándose en nuestro esófago, meses y más meses hartos de que nos atufen con su purulencia ciertos poderes/poderes ciertos que encubren la corrupción, cuando no la propician y participan en ella.
Por fin un hombre justo, valiente y sagaz, que da a la ya imputada una oportunidad que yo no dudaría en aceptar a la primera, si fuera inocente: explicarse y explayarse.
Desdichadamente –o no– este lamentable asunto, este nido de mangancia –y despilfarro hortera: no es delito pero ofende– que quedó al descubierto cuando no hubo suficiente telón con flor de lis y tiara para contenerlo sólo ha servido para evidenciar que a la democracia pueden intentar tomarle el pelo –y conseguirlo, a menudo– la monarquía y sus adláteres. Esa monarquía que aceptamos cuando la Transición a cambio de que –no era tanto pedir, demonios– se convirtiera en constitucional, como lo son sus pares en otros reinos europeos, ha demostrado que está manchada. No sólo por lo que han hecho sus allegados y parientes, sino por la forma en que han intentado aferrarse a sus privilegios y esconder la sarna debajo de las alfombras.
Así pues, me hallo a la espera de que el 8 de marzo, Día de la Mujer Trabajadora, la infanta Cristina –primera princesa de España que estudió una carrera y consiguió un empleíllo de nada– demuestre su inocencia ante los tribunales, como hubiera podido hacer mucho antes, de no haberse empeñado en creerse especial.
Como para dicha demostración tendrá que alegar, seguramente, que es tonta, desde aquí ya anticipo que deberíamos manifestarnos todas las feministas a las puertas del juzgado, pues nos vilipendia esa idea de que las buenas mujercitas nunca se enteran de los chanchullos del rey –con perdón– de la casa, tan extendida hoy entre el conservadurismo imperante y pillado con las manos en la caja.
Por otra parte, no puedo apartar de mi mente el hecho de que una de las minucias que los Urdangarin pagaron en negro fuera un coaching para clases de salsa y merengue en su domicilio particular. Alucino ratatouille al imaginarlo, en particular si les acompañaba el monarca, que ya sabéis que don Juan Carlos se quedaba temporadas a vivir con ellos (de ahí, entre otras, la necesidad de disponer de un casoplón).
Si visualizáis conmigo la escena –y eso no hay revista ¡Hola! que alcance a pixearlo–, llegaréis a la conclusión de que a la manifestación de feministas tendría que añadirse una comisión de profesionales de ritmos caribeños agraviados.
Qué tropa.