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El salvaje mundo digital

El primo del menor asesinado en Mocejón..
21 de agosto de 2024 21:48 h

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Hay dos barreras naturales que modulan nuestras acciones haciendo posible la convivencia; una es obra del sentido común, la otra de la empatía. La primera nos obliga a contrastar la veracidad de la información y a hacer uso de la razón antes de tomar una decisión, la segunda a pensar dos veces antes de actuar para evitar hacer daño. Cuando se traspasan estas barreras empujados por la soberbia y el odio nos precipitamos en un territorio salvaje, y un paso tras otro la cordura y la humanidad van quedando atrás. Puede que para siempre. Es lo está ocurriendo en el salvaje mundo digital.

Las redes sociales se han convertido en una gigantesca tela de araña que atrapa a sus víctimas para inocularles soberbia y odio, contando con el concurso inestimable de pseudomedios de desinformación que venden su dignidad por un puñado de monedas. Mediante la soberbia consiguen empoderar la ignorancia y empequeñecer las mentes para que, como advierte Harari, “traten de eliminar aquello que no pueden digerir”. A través del odio envenenan los corazones consiguiendo que los sentimientos naturales sobre los que reposan la solidaridad y la compasión se desvanezcan. 

Soberbia y odio. Esa es la estrategia que utilizan los depredadores de la convivencia que han hecho de la degradación moral su particular camino hacia el estrellato. 

Cegados por la soberbia

El conocimiento es el mayor tesoro que la humanidad se ha ido legando a sí misma generación tras generación, un tesoro propiedad de todos que estos nuevos inquisidores han condenado a morir para que la sinrazón pueda gobernar mientras ellos hacen caja. Ese es el objetivo que persigue la extraña cruzada digital que hay emprendida contra la ciencia en todos sus ámbitos, naturales, sociales y humanas. 

El conocimiento siempre camina de la mano de la humildad. La ciencia la incorpora en su praxis a través de la dinámica del método científico, que va tejiendo conocimiento mediante hipótesis que deben ser avaladas por los datos para poder ser elevadas al rango de teoría, mientras se mantiene la puerta siempre abierta a nuevos descubrimientos que hagan evolucionar los paradigmas. También es a través de la humildad como se aprende. Todo el que ama el conocimiento sabe los límites de lo que conoce, y procura mantener una actitud humilde de escucha activa para tratar de ampliarlos. Sin humildad no se cultiva el conocimiento sino ignorancia y dogmatismo.

Cuando la humildad es sustituida por la soberbia se pierde la facultad de ver, de escuchar, de razonar. A fuerza de negar los límites de lo que se conoce la soberbia consigue que estos se vayan estrechando, mientras la mente se va haciendo más y más pequeña. “Saber que no se sabe es humildad, pensar que se sabe lo que no sabe es enfermedad” advertía el gran filósofo chino Lao-Tse. 

La pretensión de que la ciencia “debata” con el magufismo, que cualquiera pueda “opinar” sobre los descubrimientos científicos desde el desconocimiento en la materia va mucho más allá de ser una nueva moda en un show business cada día más decadente y superficial. Estamos ante una estrategia nada inocente que trata de ningunear el conocimiento para empoderar la ignorancia, para alimentar la soberbia. “Ruin arquitecto es la soberbia, los cimientos pone en lo alto y las tejas en los cimientos”. Sabias palabras de Francisco de Quevedo que describen a la perfección este teatro del absurdo en el que nos hemos precipitado. 

Decía Sócrates “el conocimiento os hará libres”, señalando el camino hacia el desarrollo personal que permite una convivencia donde se conjugan la libertad individual y la colectiva. Escamotear el legado del conocimiento es el primer paso para convertirnos en marionetas, para manipularnos; hacerlo mientras se reivindica la “libertad” un ejercicio de cinismo envuelto en celofán de fantasía.

Envenenados por el odio   

Si la soberbia es capaz de estrechar las mentes hasta cegarlas, el odio envenena los corazones desatando las peores bajezas humanas. Entre las múltiples oleadas de odio digital que nos han abochornado este verano destaca la sufrida por la boxeadora argelina Imane Khelif durante las olimpiadas, a raíz de que se especulara que podría sufrir una condición clínica conocida como el síndrome de Swyer. El ataque ad hominem orquestado para intentar vejarla al grito de “es un hombre” fue de una bajeza moral intolerable, una auténtica vergüenza que contó con la participación de algunas autoproclamadas “feministas” prestas a lapidar con saña a una mujer al dictado del patriarcado más rancio y cavernícola. 

Las redes se han convertido en un campo de entrenamiento donde legiones de zombis son adiestrados a resistir con tozudez frente a datos y hechos; a disfrutar de los linchamientos públicos; a desdeñar el método científico y hasta el sentido común del que se supone que disfrutamos todos (de ahí lo de “común”) mientras va permeando un talante pormishuevista. Cegados por la soberbia y con el corazón envenenado por el odio son adoctrinados en el convencimiento de pertenecer a una estirpe superior cuya supervivencia está siendo amenazada por una multitud de wokes, homosexuales, feministas, zurdos, inmigrantes, vagos, maleantes… infraseres a los que es legítimo odiar,  contra los que hay que defender “con furia y honor” esa tierra que su linaje, que es el de los elegidos, ha recibido en herencia. Sobra decir que aplauden con febril entusiasmo el darwinismo social por el que aboga el libercarajismo, persuadidos de ser el león de la jungla humana. 

Algunos de sus líderes llegan al extremo psicodélico de revestirse de un halo mesiánico para alertar contra las perversas tramas internacionales que manejan a los gobiernos-títere persiguiendo maléficos planes como “el gran remplazo”. Desde sus púlpitos digitales aseguran que estas tramas pretenden implantar la diabólica agenda 2030 mientras maquinan todo tipo de “plandemias”, virus chinos, y otras terribles mentiras como el calentamiento global y la crisis de recursos con el único objetivo de tenernos bajo su control. Cuesta mucho digerir que haya quienes crean a pies juntillas tamaña sarta de mamarrachadas reptilianas, pero los hay. Y no son dos ni tres…

Lo cierto es que, por delirante que resulte, no debemos subestimar el poder de quienes niegan el calentamiento global aunque no sepan diferenciar meteorología de climatología; de quienes denuncian “plandemias” aunque confundan los virus con las bacterias; de quienes se arrogan el derecho a decidir quién es mujer y quién hombre aunque no distingan un gen de un cromosoma, y a este de un frigopie; de quienes ignoran olímpicamente la historia y se mofan a carcajadas cuando alguien les recuerda que Gibraltar, antes de ser español, fue tierra de neandertales, y mucho antes, de dinosaurios. En definitiva, tal y como advierte Rosa María Artal no debemos subestimar el poder creciente de los idiotas que han hecho realidad lo que parecía imposible: que los ectoplasmas abandonen los cómics de terror convertidos en fantasmas de carne y hueso, llegando a ocupar sillones en las más altas instituciones. Poca broma con esto.

Instrumentalizar el dolor, monetizar el odio

En el siglo XXI el mundo real es la suma de los mundos físico y digital, mundos que, por supuesto, permean. Al fin y al cabo es la misma mente, y el mismo corazón, quienes mueven y dan voz al cuerpo físico y al avatar digital. No nos convertimos en otro cuando accedemos a internet, tan sólo acostumbramos a escondernos tras un perfil falso. 

Me cuento entre los que aplaudimos con entusiasmo la llegada de internet en los 90; la información viajaría libremente, el acceso al conocimiento estaría al alcance de un clic de ratón para todo el mundo, y la gente corriente de los cinco continentes estaríamos en contacto para edificar entre todos un mundo más justo y mejor, celebrábamos. Verme escribiendo este artículo 30 años más tarde me produce una profunda tristeza… Y es que los que pecamos de ser algo inocentes y nos obcecamos en mirar hacia el lado positivo de las cosas, como es mi caso, no contábamos con que los primeros en hacerse fuertes en este nuevo mundo iban a ser los depredadores, los oportunistas, los que padecen de una psicopatía afectiva que les arranca de cuajo cualquier rastro de moral.

En el mundo físico estos indeseables son una minoría que puede neutralizarse por medio de la justicia, contando con el rechazo frontal de la sociedad. Esto es algo que no siempre fue así, sólo hay que remitirse a lo sucedido en Europa hace un siglo, pero somos una especie en continua evolución y creímos haber aprendido la lección. Lamentablemente la irrupción del salvaje mundo digital ha sido aprovechada por las ideologías del odio para renacer con fuerza de sus cenizas, devolviéndonos a la casilla de salida. 

Las ideologías del odio se sirven de víctimas para expandir su veneno mientras instrumentalizan el dolor ajeno y monetizan la podredumbre moral que van sembrando tras de sí. Lo sucedido tras el asesinato del niño de Mocejón, salvajemente utilizado para propagar una oleada de racismo y xenofobia que ha ido seguida del linchamiento digital del tío del pequeño por pedir que no se criminalizase a nadie por su etnia, es una dolorosa prueba. Obsceno, monstruoso, abominable… se nos acaban los adjetivos sin que seamos capaces de expresar lo que sentimos ante tantísima maldad.  

Hay que actuar para poner freno a esta deriva, y hay que hacerlo ya. Sabemos que no será fácil pues requiere de un pacto que involucre a la sociedad civil, medios de comunicación, instituciones académicas, asociaciones culturales, partidos políticos, poderes del estado… y no de un solo país sino de muchos países a través de un concierto internacional. Las redes son entidades supranacionales privadas que mueven ingentes cantidades de dinero, clubs sociales con un dueño que marca sus reglas, incluido el derecho de sus miembros a enmascararse para vomitar odio e inventar mentiras, y hasta para clonarse en múltiples bots. 

Por supuesto cada cual es libre de odiar y de opinar lo que le de la gana. La ley no puede (ni debe) prohibir los sentimientos o los pensamientos. Sólo el acto es punible, y siempre con el objetivo de proteger la convivencia, no de castigar. Hasta este punto de madurez social hemos conseguido avanzar. Pero lo cierto es que el odio, junto a determinadas ideas que criminalizan a algunos colectivos, barre de un plumazo las barreras naturales que hacen posible la convivencia haciéndonos proclives a cometer cualquier locura. El odio, junto al racismo, la xenofobia, la aporofobia… es un riesgo para la sociedad que se multiplica de manera exponencial cuando es amplificado en las cámaras de eco de las redes sociales. 

¿Podemos permitir que, siguiendo una estrategia perfectamente delineada, el odio, el señalamiento y la desinformación sean cultivados exprofeso por algunos depredadores en ese salvaje mundo digital al que todos tenemos acceso, incluidos colectivos particularmente vulnerables como son los más jóvenes, los que padecen algún desequilibrio psicológico, los que viven bajo circunstancias muy difíciles…? ¿Podemos permitir que se alimenten los linchamientos y pogromos digitales que infligen un daño psicológico a sus víctimas, corriendo el riesgo añadido de que salten al mundo físico? ¿Podemos permitir que nuestra sociedad, que la inmensa mayoría queremos seguir construyendo sobre los valores que emanan del amor, sea destrozada por los antivalores del odio? No, no podemos permitirlo. ¡No queremos permitirlo! Hay que buscar fórmulas para llevar la ley al salvaje mundo digital, pedir que actúe la justicia, y arrebatárselo a los indeseables. 

Imane Khelif ha interpuesto una denuncia por ciberacoso ante la fiscalía de París en la que se menciona explícitamente a algunos personajes públicos, entre ellos al histriónico y narcisista dueño de X, señor de sus algoritmos y abanderado sin complejos del trumpismo, quien se sumó explícitamente a las legiones de orcos enfebrecidos por el odio que participaron en el linchamiento digital de Imane en su red. En nuestro país la fiscalía está investigando de oficio los bulos lanzados por algunos conocidos agitadores del odio para instrumentalizar el crimen de Mateo. La impunidad es un bonus extra que anima a los que viven del odio a redoblar sus apuestas. Ha llegado el momento de decir ¡hasta aquí! 

En mi opinión habría que ir un paso más allá, y pedir que se exija la identificación a todo el que desee escribir un mensaje en internet. Disfrutar de la libertad cuando se vive en comunidad exige la asunción de responsabilidades. Ya va siendo hora de que los “valientes enmascarados” que vomitan basura escondidos tras el anonimato asuman las suyas, a más de un orco se le encogería la mano tras el teclado si se viese obligado a dar la cara. 

Finalmente no debemos olvidar que atravesamos un momento histórico dificilísimo debido al calentamiento global, la degradación del medioambiente y la previsible crisis de recursos en ciernes. Necesitamos que los expertos vayan marcándonos las pautas para reemplazar los actuales hábitos sociales por unos muchos más responsables, y que la sociedad colabore. Esto es algo casi imposible de conseguir si en ese salvaje mundo digital donde mentir no sólo sale gratis sino que hace sonar la caja registradora de algunos, las ideologías del odio continúan su cruzada contra la ciencia empoderando delirantes teorías conspiranoicas en su lugar.

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