Todos los días me despierto con ganas de dimitir. O dicho con palabras sabias de Sánchez Ferlosio, de hace unos años: “No ha de extrañar que el ánimo en que me pone la mañana sea, cada día más decididamente, el de correr en el acto a presentar mi dimisión irrevocable. Pero no puedo darme tal satisfacción, porque no existe el organismo idóneo para una dimisión como la mía”.
Los que sí saben dónde presentar su dimisión son los médicos madrileños. Es admirable la decisión de más de 120 directores de centros de atención primaria de dimitir en bloque para rechazar la privatización sanitaria. Ayer se sumaron miembros de juntas técnicas y comisiones de servicio en hospitales, y se espera que otros muchos renuncien a sus cargos en los próximos días, dado que el presidente madrileño se niega a retirar su plan de venta de la sanidad pública.
Varios miles de médicos también llevan varias semanas dimitiendo por la vía de no acudir a sus puestos de trabajo, pues una huelga también es una forma de renuncia, aunque sea temporal. Y con un coste altísimo, pues cada uno ha perdido la mayor parte de su sueldo del último mes por su huelga indefinida, lo que hace más valioso y valiente su gesto.
No son los únicos dimisionarios temporales, pues en los últimos meses se acumulan las huelgas prolongadas o indefinidas en cualquier sector y en varias ciudades: conductores de autobús, trabajadores de limpieza, de recogida de basuras o de Telemadrid, y de no pocas empresas privadas, en una ola de protestas que impulsaron en un primer momento, no los olvidemos, los trabajadores de la enseñanza madrileña que el curso pasado sostuvieron un pulso contundente contra el desguace de la educación pública, a costa también de perder muchos días de sueldo, y que en cualquier momento volverán a unirse a esta nueva oleada de conflicto.
Junto a ellos, se multiplica la desobediencia civil, que también es una forma de dimisión: activistas que paralizan desahucios y liberan corralas para los que no tienen techo; médicos que atienden a los inmigrantes sin papeles al margen de la ley; ciudadanos que rechazan repagar medicamentos o tarifas abusivas en el metro o en los peajes; economistas que proponen no pagar la deuda de España por ilegítima y desobedecer los mandatos de la troika; o quienes proponen formas de insumisión más amplias y permanentes frente a gobiernos y bancos.
Todas son formas de dimitir, de proclamar que no estamos dispuestos a colaborar, que no cuenten con nosotros para seguir adelante por ese camino al precipicio, que no estamos dispuestos a administrar la miseria. Una bola de nieve que no deja de crecer, y que hoy parece la única lucha posible: dimisiones de quienes tengan donde presentar la carta de renuncia; huelgas indefinidas y con apoyo solidario del resto de ciudadanos; insumisión ante decisiones injustas.
Me recuerda a aquel lema antimilitarista que triunfó en los años de lucha contra el servicio militar obligatorio: “Imagina que hay una guerra y no va nadie”. Pues de eso se trata ahora, en esta guerra social que vivimos: los generales solos no pueden hacer la guerra, necesitan a la tropa, y a los oficiales intermedios. El presidente madrileño no puede cambiar el modelo sanitario sin contar con los profesionales y sin los directivos, no encontraría esquiroles bastantes para tanta deserción, y eso mismo vale para muchos sectores.
El “Yo dimito” puede convertirse hoy en el nuevo “Yo acuso”. Yo dimito, yo me voy, no cuenten conmigo, búsquense a otro, yo no colaboro en su infamia. Ya que ellos, teniendo motivos más que de sobra, no tienen la vergüenza suficiente para dimitir, tendremos que ser nosotros los que dimitamos y nos vayamos.