Cuando lean esto, estaré en un lugar en el que no podrán alcanzarme. No podré leerles por redes sociales. No podré abrir sus comentarios a mi artículo. Habré alcanzado una suerte de nirvana digital, que cada vez es más difícil de hallar, y que, no lo nieguen, ustedes también buscan, con la esperanza de transformarse en nuevos robinsones que no piden rescate sino pérdida, que no quieren balsas ni chalupas, sino mares, islas, montes y hasta habitaciones en las que no ser localizado, en las que permanecer a salvo, en las que reencontrarse con uno mismo.
Un lugar en el que el idioma sea extraño y los plácidos habitantes no hayan encontrado el momento de aprender lengua franca alguna. Un sitio en el que el alfabeto sea indescifrable y las conexiones a internet se constituyan en lujo de datos al que no hay valor ni recursos para hacer frente. Un país hecho de gentes a las que sólo quepa escrutar las miradas, admirar el rostro, revisar el gesto, como náufragos en un mundo extraño y analógico en el que nadie nos distraiga de la realidad. No serán las playas, ni el mar añorado, ni las montañas negras y exhaustas las que traigan el reposo, sino el extrañamiento de lo no conectado que nos devuelva a la belleza pasajera, a los paisajes que sólo nuestra retina almacene, a los pensamientos que se estanquen en nuestro interior y que nada nos apremie a compartir con nadie.
Cuando lean esto estaré, como ustedes, llenándome de la vida a la que hemos renunciado en pro de nuestro futuro. Estaré oliendo el mar, recorriendo carreteras con curvas impensables, montañas sin futuro. Cuando lean esto no analizaré, no pensaré en nada más importante que lo absoluto, no me perturbaré por ningún problema que no tenga la entidad de un ala de tximeleta acariciando la nada y acompasando mi sueño.
Sé que me están comprendiendo porque todos hemos contribuido a crear ese espacio, con el que nada tenemos que ver, pero que nos atrae a la vez que nos martiriza. Precisamente por eso, todos acabamos teniendo ese ansia de pegarnos a la tierra, a la sal, a la vida, que sólo nos es permitida en pequeñas pero vigorosas bocanadas. Cuando lean esto yo estaré apurando una de ellas. Un libro, una brisa, una mirada y el absoluto que nos devuelve a nuestro yo profundo.
Lejos de todo. Lejos de esa obsesión por estar, por aparentar, por mostrar. Vaciarnos nos deja exhaustos. Aprovechemos estos momentos para repostar calma, para reclamar sabiduría. Todos tenemos ese fondo en el que nos llega a importar una higa todo, hasta que el mundo sucumba, si nosotros somos capaces de capturar ese pequeño instante perfecto.
Cuando lean esto, me importará una higa lo que piensen de ello. No voy a leerlo. No voy a implicarme en ello. Cuando lean esto, volveré a ser por un instante yo y mis buscadas circunstancias sin necesidad de exhibirlas ni exponerlas ni siquiera de compartirlas. Todos llegamos al borde de este abismo con un espíritu exhausto, al que podríamos dejar arrojarse a los leones, tan solo con la esperanza de que nos abandone un segundo y nos deje ser aquello simple y sereno en lo que arraigamos la infancia.
En este mundo en el que la intimidad constituye un lujo impagable, en el que la soledad sólo se conjuga como ausencia de multitud, en el que hasta quienes no tienen necesidad se han forzado a atarse a la esclavitud de la perpetua conexión, de la permanente interacción, de la inexcusable opinión, hoy gozo y me regocijo con los ricos en tiempo y en calma y en sabiduría y en vida.
Hoy, si me dicen sco pa tu manaa, y eso que es mi trabajo, les diré que para nada. Que hoy no opino. Que hoy me instalo en mí misma por un instante que no puede ser eterno pero que puede ser extenso. Hoy, lo siento mucho, no puedo opinar de nada. Hoy estoy lejos, y a la vez más cerca de mí, que nunca.
Sco pa tu manaa, no existe hoy. Ya lo haré mañana.