Con todos los respetos: ya está bien de decir que el modelo chino de supervigilancia es lo más eficiente para parar el COVID-19. Para empezar, el régimen que multa por beber entre semana o cruzar fuera del paso de cebra y te encarcela por leer el Corán se olvidó de prohibir los mercados de animales salvajes, a pesar de su penosa experiencia con la gripe A en 1957 y el SARS en 2002. La eficiencia totalitaria, si es que existe, nunca tiene como objetivo la protección de los ciudadanos sino la supervivencia del régimen.
Dicho esto, es justo admitir que la misma pandemia podía haber nacido en África, donde millones de personas cazan animales salvajes para comer y vender. En Ghana se estima que se consumen al año más 128.000 murciélagos frugívoros, presuntamente portadores del ébola. En la cuenca del Congo se cazan seis millones de toneladas de animales salvajes, incluyendo la clase de monos y chimpancés que nos transmitieron el VIH. Los suyos son pecados de hambre y de ignorancia, a diferencia de los nuestros. Cuando hayamos esquivado el zarpazo del COVID-19 nos atropellará el tren de las superbacterias que hacen ahora la mili en las granjas de producción intensiva de todo el planeta, incluyendo España.
Hace años que la resistencia a los antibióticos comparte el medallero de las mayores amenazas existenciales para la raza humana con la crisis climática y la guerra nuclear. Por poner un ejemplo, un tercio de las bacterias que causan gonorrea ya son resistentes contra todos los antibióticos disponibles. Según los conservadores cálculos de la OMS, en 2050 las superbacterias serán la principal causa de muerte en el mundo. “Esta ganadería intensiva junto con el aumento de la población humana viviendo juntos en el mismo planeta es realmente el caldo de cultivo donde los brotes pueden ocurrir y van a ocurrir”, decía recientemente David L. Heymann, el epidemiólogo que lideró la respuesta global al brote de SARS en 2003.
Somos tan obtusos con nuestras hamburguesas y nuestros pollos asados como los chinos con su sopa de murciélago. Igual de analfabetos que el más terco devorador de murciélagos del mercado de Wuhan. Pero nuestros gobernantes han sido más irresponsables que el régimen chino porque la democracia sí tiene como objetivo la supervivencia de los ciudadanos, y no la de las industrias que producen enfermedad.
Segundo, valoremos las cifras que nos llegan de China con higiénico escepticismo. El Partido Comunista chino es uno de los mayores productores mundiales de desinformación. No sabemos si sus victoriosas cifras oficiales son ciertas porque no han sido contrastadas, ni por la prensa libre, ni por organismos de transparencia porque allí están prohibidos. Lo que sí sabemos es que los primeros avisos de la existencia del coronavirus fueron silenciados por los funcionarios del régimen, gracias al eficiente sistema de vigilancia ciudadana que ahora consideramos una opción.
El primer caso confirmado de coronavirus fue un hombre de 55 años, el 17 de noviembre de 2019. Diez días más tarde, la jefa del departamento de cuidados respiratorios del hospital de Hubei, Jixian Zhang, advirtió de la existencia de un nuevo SARS y aisló a siete pacientes para tratamiento. El 30 de diciembre, un oftalmólogo del mismo hospital llamado Li Wenliang mandó a su grupo privado de WeChat un mensaje titulado “Siete casos de síndrome agudo respiratorio severo (SARS) del mercado de mariscos de Huanan” que fue rápidamente compartido con otros grupos. Dos días después, la policía local los había amenazado a ambos, junto con otros seis médicos, por distribuir rumores infundados acerca de una enfermedad pulmonar.
El gobierno chino comunicó a la OMS la existencia del virus el 31 de diciembre de 2019 diciendo que se trataba de “una enfermedad prevenible y controlable”. Según el South China Morning Post (periódico que se publica en inglés y tiene su sede en Hong Kong), el 1 de enero las autoridades chinas habían registrado al menos 381 casos, pero la cifra oficial de mediados de enero fue de 41. En esas tres semanas, siete millones de personas salieron de Wuhan para celebrar con sus familias el año nuevo lunar y el tráfico internacional continuó con su ritmo navideño habitual.
El peor de los males
Tercero y quizá más importante, recordemos que hay cosas peores que el coronavirus. Por ejemplo, la enfermedad que ataca a muchos más grupos de riesgo: activistas, periodistas, disidentes, abogados, médicos, defensores de los derechos humanos, estudiantes que se manifiestan por la democracia, granjeros que se manifiestan contra el robo de sus tierras, mujeres que se manifiestan para poder denunciar a su violador. Personas de otras etnias u orientación política, religiosa o sexual. Sus familiares, sus amigos, sus vecinos. Los diez mil manifestantes pacíficos que fueron masacrados en la plaza Tiananmen.
Hoy muchos europeos razonables abrazan el autoritarismo con la esperanza de habitar un orden moral predecible, un mundo de valores comprensibles y vintage. En tiempos de incertidumbre buscamos refugio en la certeza, aunque sea una certeza brutal. A menudo me pregunto si no hay cierta compulsión de repetición, donde las sociedades que han crecido en dictadura buscan nuevos maltratadores, igual que los niños maltratados se emparejan con réplicas de su primer agresor. Despreciar esa nostalgia como estúpida o criminal demuestra un profundo déficit de empatía, porque esa ansia por la certeza está en todos, aunque se manifieste de manera desigual.
“El bacilo de la peste nunca muere o desaparece completamente- escribía Camus en el libro estrella de esta cuarentena, donde la enfermedad bacteriana era alegoría de la otra enfermedad peor - puede permanecer inactivo durante docenas de años en muebles o ropa, espera pacientemente en dormitorios, sótanos, troncos, pañuelos y papeles viejos, y quizás llegará el día que, por instrucción o desgracia de humanidad, la peste despertará sus ratas y les enviará a morir en alguna ciudad bien contenta”. Como todos los bacilos, la enfermedad que nos acecha tiene más éxito cuando el sistema inmunológico del anfitrión se encuentra abatido por otras causas, como la angustia de no saber cómo pagaremos el alquiler del piso, la siguiente factura eléctrica o la cena del día después.
El autoritarismo es una enfermedad crónica cuyos síntomas se manifiestan no solo en las marchas, las banderas, los mítines de Vox y las peleas en Twitter. También en el regocijo bipartisano de ver cómo se humillan los políticos en el Congreso, cómo se ningunean los periodistas en la tele y cómo se regocijan y aplauden los vecinos cuando la policía esposa a otro vecino por huir de la cuarentena oficial. Jamás pensé que vería a la generación del 15M aplaudir a la Policía por derribar a un ciudadano desobediente. El déficit de empatía nos deja muy expuestos a este virus. La historia nos dice que, una vez contraído, el ciclo de infección es largo y las consecuencias muy graves. Que la recuperación es lenta e imperfecta. Como dice Camus, el bacilo se instala en nuestros músculos, esperando una nueva oportunidad.
Menos vigilancia y más pruebas
Hay otros espejos en los que mirarnos, como Corea o Alemania, en los que hay tres claves perfectamente democráticas que acompañan la gestión de la pandemia: mascarillas para todos, información contrastada y tests, muchos tests. Las tecnologías de vigilancia masiva no pueden ser el atajo que sustituya las responsabilidades de un gobierno democrático, que es cuidar a sus ciudadanos antes de castigarlos. No dejemos que esta crisis se convierta en la versión médica del Huracán Katrina, como ha sugerido el sociólogo Mike Davis. No dejemos que la vigilancia masiva se instale en la administración. No seamos víctimas del Capitalismo Desastre que tan oportunamente describe Naomi Klein en Capitalismo Desastre y La Doctrina del Shock. Incluso si las cifras de China son ciertas y su sistema de control ciudadano funciona, una vez se haya instalado en nuestras vidas como herramienta de gobierno, no tenemos anticuerpos para repeler sus efectos secundarios.
Aprovechemos el encierro para hablar con los vecinos por el patio y asegurarnos de que no pierden la cabeza. De que los mayores están atendidos, que los pequeños pueden jugar. Seamos más comprensivos que nunca, más humanos que nunca. Rechacemos la vigilancia y el castigo en favor de la empatía, el diálogo y la solidaridad.