Abordar el debate sobre el futuro de las pensiones requiere tener algo de perspectiva histórica y reconocer que, a pesar de sus insuficiencias, la evolución de la Seguridad Social en los últimos 40 años es una historia de éxito.
En este período ha habido de todo como en botica. Ha aumentado significativamente la cobertura, con más personas protegidas y mayor protección. Aunque también se han producido ajustes que en algunos casos dificultan el acceso a las prestaciones o reducen su cobertura.
Para comprender la intensidad del cambio basta recordar que el gasto en pensiones ha pasado del 4,5% del PIB en 1978 al 11,7% actual. Y las previsiones -que siempre hay que relativizar- lo sitúan entre el 14% y el 15% del PIB en el 2050. Un esfuerzo perfectamente asumible y comparable con el resto de países de la Unión Europea.
Se ha pasado de una financiación soportada únicamente por cotizaciones de trabajadores y empresarios, a una financiación mixta. Con una aportación fiscal, aún muy insuficiente, que supone el 9,03% del total de los ingresos. Sin contar los créditos con los que el Estado cubre el déficit de 18.800 millones de euros.
Se ha evolucionado de un sistema en el que solo percibían pensión quienes habían cotizado a otro en el que se reconocen pensiones no contributivas a personas en situación de necesidad.
El sistema mutualista de 1978, con grandes diferencias en el nivel de protección y de gestión, se ha transformado en un sistema público armonizado en su regulación, protección y gestión. Hasta finales del siglo XX las diferencias eran grandes entre los diferentes regímenes de seguridad social -escritores de libros, toreros, deportistas profesionales, entre otros-.
En algunas grandes empresas se mantenían sistemas sustitutorios al de la Seguridad Social. Sin olvidar las diferentes Mutualidades de empleados públicos que, como los de la Administración Local no se integraron en el Régimen General hasta el 1 de abril de 1993, fruto de un acuerdo sindical. Aunque las diferencias en la protección no han desaparecido, el proceso de armonización ha sido importante.
Financiar este esfuerzo ha requerido de un constante aumento del gasto en pensiones, fruto de la exigencia y esfuerzo de la sociedad española. Con un papel importante de los sindicatos que han ejercido sus responsabilidades presentando propuestas, movilizándose, negociando y firmando acuerdos sociales.
En este período se ha conseguido mantener el sistema público de seguridad social, contributivo, solidario y de reparto, a pesar de los muchos intentos de transformarlo en un sistema de capitalización individual o de cuentas nocionales, con la consiguiente perdida de solidaridad. Se ha pasado de los 4 millones de pensionistas de 1978 a los cerca de 9 millones en la actualidad.
La intensidad y calidad de la cobertura ha aumentado considerablemente. En 1978 la pensión mínima significaba el 0,7% del salario mínimo interprofesional y en estos momentos supera el 1,2% del SMI. En relación al salario medio, la pensión mínima ha pasado de representar el 29% en 1981 hasta el 42% en la actualidad.
Las pensiones no contributivas nacen en 1990, fruto de un acuerdo sindical con el que CCOO y UGT capitalizaron el éxito de la huelga general del 14 de Junio de 1988.
La separación de fuentes de financiación, el aumento en la aportación fiscal y la creación del Fondo de Reserva tienen su origen en el acuerdo social de 1996, que la patronal rechazó porque pretendía utilizar el superávit puntual de aquellos momentos para reducir las cotizaciones empresariales.
La puesta en marcha definitiva del Fondo de Reserva y el reconocimiento de la jubilación anticipada a los 61 años -que hasta entonces solo existía para los mutualistas que hubieran cotizado antes del 1 de enero del 1967- fueron fruto de otro acuerdo social, el del 2001, en este caso firmado en solitario por CCOO.
Algunos cambios benefician especialmente a las mujeres que son las más afectadas por la precarización del empleo. La mejora en el computo de las cotizaciones de los contratos a tiempo parcial, forzado por una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Luxemburgo. O la asimilación a períodos de cotización efectivos de algunos vacíos de cobertura, aunque se continúa discriminando a las empleadas del hogar. El aumento del 45% al 52% de la pensión de viudedad, establecido en el acuerdo social de 1996. Y después del 52% al 60% pactado en 2011 -aunque su aplicación haya sido congelada unilateralmente hasta el 2018-.
También ha mejorado la solidaridad interna, por la vía del aumento de los complementos de las pensiones mínimas y de haberse topado aún más las pensiones máximas, que hoy se sitúan un 20% por debajo de las bases máximas de cotización.
Cierto es que, en el marco de este ciclo largo de mejora de las prestaciones, también se han producido ciclos cortos, con reformas que han afectado al acceso a la protección social. Como el cambio en la edad ordinaria de jubilación, que se mantiene en los 65 años para quienes hayan cotizado 38,5 años, pero se eleva progresivamente hasta los 67 años -en el año 2027- para quienes hayan cotizado un período menor.
La mayor ruptura en este recorrido de mejora la ha provocado la reforma del 2013, aprobada en solitario por el Gobierno Rajoy. Se derogó la garantía de revalorización de las pensiones en función del IPC que estaba vigente desde 1996 y se estableció el factor de “sostenibilidad”, por el que los pensionistas pasan a soportar el mayor coste que supone el aumento de la esperanza de vida. Aunque las movilizaciones sindicales y de pensionistas han propiciado que los PGE 2018 acuerden una revalorización del 1,6% y la suspensión de la aplicación del índice de sostenibilidad, la reforma unilateral del 2013 continua vigente.
Esta perspectiva histórica sirve para demostrar que, aún siendo importantes, los retos de futuro son asumibles y existen alternativas y márgenes económicos. Así lo ha reconocido, en su reciente comparecencia en el Congreso, José Luís Escrivá, Presidente de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal.
Para afrontar los retos necesitamos primero un diagnóstico honesto y no oportunista. Tan irresponsable es negar los riesgos de futuro de la Seguridad Social como afirmar que los problemas derivan de un exceso de gasto en pensiones.
El principal reto es el aumento de los ingresos, los contributivos que son su principal fuente de financiación, y especialmente la aportación fiscal del Estado. Existe margen para ello porque los ingresos fiscales de España están entre un 7% y el 8% del PIB por debajo de la media de la Unión Europea.
El segundo reto son los cambios en el empleo. De un lado los producidos por la gran recesión y las políticas de precarización laboral y depreciación salarial. De otro, los generados por las diferentes formas de innovación y que de manera simplificada se llama robotización.
Para afrontarlos la historia nos ofrece muchas enseñanzas. A principios del siglo XX se trabajaban una media de 3.000 horas anuales, frente a las aproximadamente 1.700 actuales. En aquel entorno no se disponía de recursos públicos suficientes para garantizar pensiones, ni sanidad universal, ni escolarización obligatoria. Desde entonces el estado social no ha hecho más que crecer a pesar de la desaparición de muchos trabajos que llevaban varios siglos entre nosotros.
Ello ha sido posible con la combinación de tres factores: reducción del tiempo de trabajo a lo largo de la vida de las personas trabajadoras, aumentos muy importantes de productividad -vía innovación- y una política fiscal con capacidad de redistribuir la riqueza creada.
Lo que hoy se presenta como el principal problema, el “envejecimiento”, ha sido aprovechado durante estos años como una oportunidad. Muchos de los empleos creados en las últimas décadas -turismo, economía de los cuidados- han sido posibles por la combinación del aumento en la expectativa de vida y la mejora del estado social - menos tiempo de trabajo, más vacaciones, jubilaciones anticipadas-. Sin los grandes logros del Estado Social Europeo hoy la población ocupada en toda Europa y especialmente en España, serian mucho menor.
Este es el camino que debemos seguir recorriendo. Y para ello deberemos combatir la perversa consigna del poder económico: “Repartiros el empleo, el salario y las pensiones entre vosotros, que los beneficios del capital no se tocan y de fiscalidad ni se habla”.
El único reto insalvable es el de la creciente desigualdad social. Genera pobreza, provoca desconcierto y miedo y corroe las bases del Estado social y de la democracia.