Se abre el plano y alguien lee en la pantalla de su ordenador una noticia que anuncia que seis de cada diez jóvenes piensan en largarse a buscar trabajo a cualquier sitio donde haya oportunidades empujados por una situación en que más de la mitad no encuentran trabajo, uno de cada cinco vive en riesgo de pobreza y, no se sabe muy bien la estadística, pero lideran los ránkings europeos de consumo de antidepresivos y ansiolíticos.
En ese país, uno de cada seis padres y una de cada seis madres sienten que el esfuerzo volcado en pagar libros de texto, matrículas universitarias, neveras llenas o clases de idiomas ha servido para ver rodar por dieciocho de cada treinta mejillas lágrimas en un aeropuerto o una estación de tren. Doce de cada veinte abuelos y abuelas, que han contribuido con los impuestos sobre sus pensiones, con pagas los domingos y con lo que hiciera falta el resto de los días, saben que solo verán a sus nietos, con suerte, en nochebuena y nochevieja. De los otros cuatro de cada diez, los que no se plantean irse, muchos no encuentran trabajo o soportan, cuando lo encuentran un mes sí y dos no, a salto de mata y por unos pocos cientos de euros, que les digan eso de “estarás contento, que por lo menos tienes algo”.
Ojalá el plano fuera de cualquier película de ficción de esas, ahora tan de moda, que pintan panoramas terribles de sociedades destruidas, autoritarias y sin lazos de comunidad. Pero no. Es el plano de un documental que podría empezar a grabarse esta misma mañana y que cuenta la vida de cualquiera en España. La tuya o la mía. La de cualquiera del millón de personas que se ha ido desde 2012. Raíces vigorosas, la senda de la recuperación y vamos por el buen camino. Ya saben.
Ojalá la rabia, las lágrimas y el filtro azul oscuro, casi negro, por el que la mayoría social mira la realidad fuera el de Los juegos del hambre, el de V de Vendetta o La carretera. Pero qué va: es tu vida.
Jugarse la prosperidad en el casino de la especulación inmobiliaria, desmantelar los derechos laborales o comprar sin matices el discurso de la promoción de los territorios para atraer capitales en lugar de desarrollar actividad económica propia tiene consecuencias para la gente corriente. Ninguna probablemente para quienes tomaron las decisiones, para quienes hoy dicen que nos apretemos el cinturón mientras los escándalos de corrupción les rodean, consideran el exilio una aventura y los derechos laborales un lujo que no podemos permitirnos.
Por eso, los cualquiera, quienes no hemos formado parte de la orgía de decisiones desastrosas e impunes y ahora vivimos la distopía en carne propia, necesitamos construir superhéroes colectivos. Da igual que sea en círculos, en partidos, en candidaturas ciudadanas, en movimientos sociales o plataformas vecinales, pero nos toca cambiar el guión. Toca transformar la mayoría social en articulación política, cambiar el desánimo por esperanza y transformación, ponerse la capa y el antifaz y echarles de una vez.
Hace tiempo que lo venimos diciendo: los jóvenes de este país no nos estamos yendo, nos echan. Sin un proyecto de país que ponga las instituciones de la democracia y la economía al servicio de la gente, va a ser imposible volver y, a estas alturas, no queda ninguna duda: esperar un giro en esa dirección de quienes nos han traído hasta aquí es como esperar que apague un incendio una pandilla de pirómanos.
Quizá, en los tiempos en que decir lo obvio es revolucionario, nos tachen de demagogos y populistas, pero ya da igual: urge echarles del poder antes de que terminen por echar a todo el mundo del país.