Vamos por las 1.127 personas asesinadas por la codicia en Bangladesh y deberá pasar un tiempo para confirmar que los 98 catalogados ahora como desaparecidos engrosan la lista de víctimas mortales. Esta noticia ilustra de manera retumbante la realidad en la que se vive en buena parte del mundo y de la que ahora algunos, de manera hipócrita, parecen percatarse.
Ocupados como estamos en nuestra crisis, quizás no hemos prestado la suficiente atención a este destrozo de vidas que ilustra de forma brutal el sistema económico en el que muchos ciudadanos del mundo malviven y al que algunos parecen querer conducirnos aquí.
Es verdad que nuestra miseria puede ser su opulencia, es verdad que la peor de nuestras situaciones es mejor que la mejor de las que se dan en países con regímenes laborales de semiesclavitud, pero ha querido la realidad que la matanza perpetrada por los codiciosos en Bangladesh haya coincidido en el tiempo con la pequeña y significativa noticia de que los escolares del Colegio Público de Isla Tabarca, en Alicante, se han quedado sin el servicio de comedor.
La consejería de Educación de la Generalitat valenciana le debe 180.000 euros a la empresa que abastecía hasta ahora de comidas a los escolares, y que ha dejado de prestar sus servicios hasta que le paguen al menos una parte de la deuda.
Muchos de esos escolares tenían en esa comida en el colegio su sustento diario garantizado, luego, en casa, cenaban o no cenaban, y cuando lo hacían era con alimentos propios de una dieta pobre, según sus propios testimonios. Ayer comieron un bocadillo frío y no sabemos si volverán a comer caliente en el centro.
Todo esto ocurre en la Comunidad valenciana, parque temático de la corrupción, paradigma del derroche y el gasto superfluo, territorio con alta densidad de diputados imputados por corrupción en su parlamento autonómico, pionera universal del oxímoron aeropuerto peatonal…, ahí mismo, los escolares de un barrio modesto de Alicante, se han quedado sin comer caliente en el colegio.
En Bangladesh, los 3.000 semiesclavos que trabajaban dentro de un edificio ilegal de ocho plantas tenían un salario de 29 euros al mes por pasarse el día pedaleando en sus maquinas de coser para hacer prendas que luego hasta en España resultan baratas. Mujeres hacinadas, absoluta falta de higiene, condiciones laborales predemocráticas, explotación de adolescentes y riesgo evidente de muerte en medio de una pasividad mundial solo rota provisionalmente por la matanza.
Posiblemente Reshma Begum, esa joven de 19 años, todavía aterrorizada después de sobrevivir durante diecisiete días bajo los escombros, querría estar escolarizada en el Colegio Público de Isla de Tabarca, con una comida caliente al día garantizada hasta ayer, posiblemente no se hubiera quejado por comer unos días un bocadillo frío, pero es evidente que la gente que peor lo pasa en España está cada vez más cerca de la imagen de pobreza que tenemos de países con los que antes pensábamos que no nos podíamos comparar.
No son solo los ya habituales que hurgan en las basuras de los supermercados cuando cierran, de la gente a la que echan de su casa, ahora tenemos a colegiales que comen en el colegio público porque en su casa viven en la penuria.
Desde que empezó la crisis en España se han ensanchado las diferencias entre los ricos y los pobres. Los muy ricos ni se inmutan, los pobres son cada vez más pobres y en ese grupo han ingresado sectores caídos de las clases medias que hasta ayer tenían un razonable buen vivir.
El paro masivo, los desahucios, el abandono del país por miles de españoles, las imparables pérdidas salariales, la incertidumbre y la angustia, la creciente y anunciada precariedad de los que aún tienen trabajo no nos equiparan con los países subdesarrollados, pero al ritmo que vamos acabarán recortando las distancias con ellos.