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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El 8M es una semilla

“El feminismo ofrece un anhelo de vida diferente”. El sábado pasado apunté esta frase de Beatriz Gimeno en mi cuaderno. Estábamos juntas en una mesa de debate sobre las mujeres como motor de cambio y era imposible obviar la movilización del 8M. Un mes después, siguen las preguntas. ¿Cuántas mujeres secundaron la huelga?, ¿cuántas hicieron los paros?, ¿cuántas personas fueron a las manifestaciones? No hay respuestas exactas a esas preguntas porque probablemente nuestras preguntas de siempre no sirven para medir lo que sucedió ese día.

El 8M son tantas mujeres dándose cuenta, de repente, de que no están solas. Que no están locas. Que no son las únicas a las que eso les ha pasado. Son las trabajadoras de una oficina que, por primera vez, han compartido en voz alta que su jefe es un machista. O que hay un compañero que siempre les hace los mismos comentarios sin gracia y que les hacen sentir mal. Son las dependientas de un centro comercial que no han hecho huelga, no se atrevieron o no pudieron, pero que sintieron que algo ese día estaba de su lado. Son las compañeras que a la hora del café pensaron juntas cómo hacer huelga y, de paso, se conocieron un poco más y ahora se juzgan un poco menos.

El 8M es una mujer que desde entonces le da vueltas a si de verdad le merece la pena esa relación con ese hombre que tantas insatisfacciones le da. Son las chicas que en el instituto les han dicho a sus compañeros que están hartas de ser o estrechas o putas. Son los niños preguntando a sus padres ¿dónde está mamá?, ¿por qué no ha ido la profe?, ¿qué es el feminismo? Son las bocas abiertas de las niñas viendo a miles de mujeres rugir y sumándose a ese rugido.

El 8M es una redacción medio vacía que se queda sin sus expertas en igualdad el día que más las necesita. Son los hombres que han quedado para llevar a los críos al parque y se dan cuenta de que apenas han hecho eso nunca, no juntos. Es una chica que ha sufrido una agresión sexual y a la que se le ponen los pelos de punta porque una marea enorme está gritando que la creen. Es una mujer que ha decidido que no va a sentir más culpa por aquello que le pasó, o una que se ha propuesto que no la vuelvan a callar en las reuniones de trabajo, o una que va a pedir un aumento de sueldo o una que contestará al próximo que se crea con derecho a tocarla por la calle.

Es el compañero que pasa el día cuidando, que a las ocho de la tarde prepara el baño y hace la cena y calma la rabieta de su hijo mientras atiende una llamada importante de su jefe, piensa en qué comerán mañana y se acuerda de que no ha sacado la lavadora que puso antes. Cuando ella llega, a las once, él está agotado pero se ha dado cuenta de que eso no es lo importante. La coge de la mano y le dice: gracias. 

El 8M son todas las preguntas que nos hemos tenido que hacer y que se quedan aquí para siempre. ¿Llevamos a los niños al colegio?, ¿qué pasa si las profesoras no van?, ¿tienen nuestros compañeros que sustituir nuestro trabajo o hacemos notar nuestro hueco?, ¿es realista una huelga de cuidados para todas las mujeres?, ¿quién dará de comer al abuelo, quién le aseará, quién le vestirá?, ¿podrán las empleadas domésticas imponerse a sus patrones sin pagar el precio? 

Porque como dijo el sábado Beatriz, el feminismo nos da un anhelo de una vida diferente, mejor. Nos arroja las preguntas, nos da las herramientas, nos hace cuestionarnos de arriba a abajo, a nosotras mismas, a ellos, al mundo en el que vivimos. El 8M trajo semillas y las semillas se convierten en plantas. Para medir sus raíces y sus ramas más altas no nos sirven las preguntas de siempre. Los números podrán arrojar luz sobre algunas dudas, pero no nos dirán ni lo grande ni lo profundo que ha sido y es esto. Miles, millones de mujeres, aferradas a un anhelo de vida diferente, por el que están dispuestas a cambiar y a hacer cambiar, a pelear. 

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