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Jueces ciegos ante la realidad tras la sentencia de 'la manada'

Los jueces están escandalizados. La reacción popular contra la sentencia de la Audiencia de Navarra por la violación de una mujer –que dicta una condena de nueve años por abusos sexuales, pero no por agresión– ha hecho que reaccionen indignados ante lo que consideran un atropello a su papel institucional en el sistema de justicia. Un portavoz de la Asociación Francisco de Vitoria llegó a hablar de “linchamiento”, aunque nadie ha visto a un magistrado colgando de una soga ni expulsado de una ciudad embreado y con plumas. Todos siguen haciendo su trabajo con normalidad, cobrando sus sueldos y ejerciendo sus funciones.

Lo que ha ocurrido es algo menos dramático. Mucha gente piensa que no se ha hecho justicia.

Hay un sentimiento aristocrático en las reacciones de las asociaciones de jueces: ¿cómo se atreven a cuestionar nuestro trabajo? ¿Cómo osan criticar las sentencias de un tribunal formado por magistrados? Acostumbrados durante años a las declaraciones estériles de los políticos cuando surgen sentencias polémicas, creen que su trabajo debe situarse al margen del debate habitual en una sociedad democrática. Aparentemente, políticos, periodistas, médicos o arquitectos pueden ser criticados, pero ellos no. Sólo ellos pueden interpretar los textos jurídicos y a los demás les queda acatar las sentencias, por usar el verbo habitual en las reacciones de los políticos (como si tuvieran otra alternativa).

Los jueces están alarmados por la falta de confianza en el sistema de justicia que desvelan todas estas críticas. Como escribe Elisa Beni, no se preguntan por qué se ha quebrado esa confianza y se limitan a mostrarse escandalizados. Su amnesia interesada llama la atención. Toda esta polémica no se debe a una sola sentencia, que además es condenatoria, y además mayoría de las reacciones no incide en la pena, sino en que no se haya considerado que se trató de una agresión sexual, es decir, violación.

Pero la furia –es decir, la alarma social, un concepto que los jueces utilizan en sus autos cuando les parece apropiado– se debe a muchas otras sentencias e instrucciones judiciales que se remontan a años y décadas atrás, donde los jueces se fijaron más en la vestimenta o la conducta de mujeres violadas que en los actos imputados a los agresores, o hicieron preguntas inadmisibles (“¿Cerró bien las piernas? ¿Cerró toda la parte de los órganos femeninos?”) partiendo de la base de que una mujer puede evitar una agresión sexual si pone algo de su parte.

En cada una de esas ocasiones, se originó una polémica y se prometió desde los poderes públicos que se tomarían medidas para que las mujeres se sintieran protegidas por el sistema de justicia. Ahora, cuando se desvela que no es exactamente así, se supone que la gente debe mantenerse callada o masticar la rabia en privado.

Los jueces –o al menos los que han firmado esos comunicados de las asociaciones judiciales– no viven en el mundo real de una democracia donde se discuten los asuntos más importantes de la sociedad. A veces son ellos los que critican a los políticos cuando lo estiman oportuno, en ocasiones con mucha razón, pero no toleran que se cuestionen sus propias decisiones.

Mantienen la tesis de que la justicia es completamente independiente y lo hacen ignorando todas las noticias recurrentes sobre la politización del organismo que dicta los nombramientos y ascensos de la carrera judicial. Hasta tres jueces han sido sacados de los juicios de los casos de corrupción más importantes que afectan al PP porque ni siquiera ofrecían la “apariencia de imparcialidad” necesaria. La decisión se tomó gracias a los recursos de las partes personadas, por lo que hay que llegar a la conclusión de que el funcionamiento normal del sistema de justicia incluía la presencia de magistrados contaminados por su cercanía al partido del Gobierno.

Desde que ya no hay terrorismo de ETA, las sentencias por enaltecimiento del terrorismo se han multiplicado. La sociedad se ve amenazada ahora por tuits, letras de canciones y obras de teatro a ojos de unos jueces que, excepto una minoría, no dejan de imponer sentencias condenatorias que cuestionan el ejercicio de la libertad de expresión.

Todos estos asuntos han supuesto una merma de la credibilidad de la justicia, pero los jueces pretenden que nos olvidemos de ello en especial cuando una sentencia provoca una conmoción social.

Nadie puede pedir que las sentencias se aprueben por votación popular. Algunos creen que se puede reclamar la destitución de un juez vía Change.org, una opción realmente estúpida pero difícil de impedir que reciba apoyo popular en una situación de tensión social (esta es otra de las aplicaciones más deplorables del activismo de sofá). El sistema de justicia no puede prescindir de la presunción de inocencia a menos que quiera asemejarse al de una dictadura, donde los acusados deben demostrar su inocencia.

Todo eso puede ser cierto, pero los jueces olvidan en su respuesta airada que la materia prima fundamental de la protesta procede de la propia sentencia. Nadie se inventa una realidad paralela a los hechos descritos en ella. Son los hechos probados los que han provocado una reacción de rechazo al comprobar que una descripción tan clara de una situación en la que una mujer siente tanto miedo rodeada por cinco hombres de noche en un portal que queda paralizada resulta que no es suficiente para que la sentencia estime que haya intimidación y violencia, y por tanto agresión sexual.

Ese es el punto de partida de la protesta, alimentada por tantas sentencias e instrucciones judiciales que no protegieron a las víctimas de violación. La Justicia seguirá su curso y habrá que ver cómo se resuelven los recursos que presenten acusación y defensas. Sería deseable que los jueces afronten la pregunta que se niegan a escuchar cuando denuncian linchamientos: ¿cómo se puede respetar una sentencia cuando se cree que no se ha hecho justicia?

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23.00

Unas declaraciones del ministro de Justicia sobre el magistrado que firmó el voto particular en la sentencia para reclamar la absolución de los acusados han provocado otra reacción de las asociaciones judiciales en forma de comunicado conjunto.

Rafael Catalá afirmó en una entrevista que el CGPJ debería haber actuado antes contra ese juez porque tiene “una situación singular”. Como ha ocurrido con otras declaraciones suyas anteriores, el ministro ha demostrado una conducta impropia de su cargo, porque no ha dicho en qué consiste esa “situación” y cómo puede descalificarle para formar parte de un tribunal. Es un comportamiento deplorable de alguien acostumbrado a acusar sin pruebas.

Ese juez hizo una serie de observaciones sobre la víctima de la violación en su voto particular que lógicamente han sido definidas como intolerables. Desde luego contribuyeron a la reacción popular contra la sentencia, pero no es cierto, como dice Catalá, que esas palabras generaron lo que él llama el “revuelo social”.

A efectos de la condena dictada en primera instancia, el voto particular es irrelevante. No así en relación a los futuros recursos, porque el tribunal que los dilucide puede tener en cuenta sus argumentos en su resolución. Pero lo que de verdad despertó desde el primer momento la protesta fue la sentencia firmada por dos de los tres miembros del tribunal al descartar que se hubiera producido una agresión sexual.

Acusar sin pruebas por delante, hacer imputaciones veladas valiéndose de la condición de ministro, con independencia de a quién se dirijan, es una conducta vergonzosa en el máximo responsable político de cualquier Ministerio, aún más si se trata del de Justicia. Tratándose de Rafael Catalá, al menos no es una sorpresa.