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Por un “sentido común” democrático

La exprimera ministra británica Margaret Thatcher y el expresidente estadounidense Ronald Reagan, en una imagen de 1990.

Lina Gálvez

Últimamente somos muchas las personas que nos preguntamos por qué opciones políticas como las que representan Trump, Bolsonaro, Salvini, UKIP o Vox, están teniendo amplio apoyo electoral. Opciones de extrema derecha populista, neofascista, xenófoba, misógina, negacionista del cambio climático pero que en lo económico tienen apuestas profundamente neoliberales.

Un lugar común entre los análisis que tratan de explicar el fenómeno es que, gracias a las redes sociales y el uso del Big Data, han sido capaces de conectar de manera sencilla y simple con preocupaciones de una parte importante de la ciudadanía proporcionándoles una base popular que con anterioridad no habían conseguido. Una base popular que, sin embargo, no está llamada a beneficiarse en términos de bienestar de las políticas económicas que estos gobiernos plutocráticos desarrollan. La paradoja es que estas opciones políticas logran el apoyo de grupos de población que a la postre han de sacrificarse por una idea de patria que para que vaya bien y sea eficiente necesita su sacrificio a base de salarios bajos, jornadas imposibles o multiplicidad de trabajos, especialmente en el caso de las mujeres, tras la retirada o privatización de servicios públicos y el abandono de una fiscalidad progresiva.

Con unas técnicas de comunicación casi idénticas que pareciera nos encontramos ante una “internacional” de extrema derecha, utilizan proclamas que se deslizan en nuestras cabezas a modo de un sentido común que simplifica lo complejo. Un sentido común orientado a hacer creer que la libertad es un concepto ajeno a la condición material o socialización de cada persona y que la democracia como gobierno del pueblo, en lugar de ser la mejor fórmula posible de resolver la controversia social (por muy débil que sea, siempre será la mejor de las posibles), es el origen de los problemas. De ahí su constante llamada a “poner orden” frente al desorden de los partidos y del inevitable conflicto de intereses que genera la diversidad en nuestras sociedades.

Lo que está haciendo la extrema derecha en todo el mundo es llevar al límite el proyecto neoliberal que conforma como algo de “sentido común” la idea de que los individuos lo somos todo, y no la sociedad; que los mercados pueden resolver todos nuestros problemas, sin necesidad de tomar en cuenta interés colectivo alguno; o de que el diferente es nuestro enemigo. Lo que llevado al extremo al que lo empuja la extrema derecha no puedo conducir sino a dinamitar la libertad y la democracia.

Un liberal auténtico como John Stuart Mill decía que los seres humanos no estamos inclinados a conceder a los demás la libertad, la individualidad y la tolerancia que deseamos para nosotros mismos y de ahí que sea esencial desarrollar y preservar la democracia. Llevaba razón porque sólo la democracia contiene la retórica y el lenguaje que permite poner coto a otros poderes que pretenden apoderarse de ella. Y es justamente la democracia como defensa en última instancia de la libertad lo que está en peligro con una extrema derecha que es, no nos engañemos, una última vuelta de tuerca del proyecto neoliberal y no algo que lo contradice o dificulta, como se quiere hacer creer.

Wendy Brown, en su libro El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, nos alerta de que normalmente nos concentramos en que los peligros del neoliberalismo tienen que ver con la activación del estado en defensa de la economía y la puesta en marcha de políticas económicas que exacerban la desigualdad y reducen la existencia de amplias capas de la población a la “mera vida”, a la supervivencia por encima de la vida digna de ser vivida. Sin embargo, para esta autora, el riesgo principal que corremos con el neoliberalismo es que este desafía el ideal, el imaginario y el proyecto político de la democracia. Para Wendy Brown, el neoliberalismo es un orden normativo de la razón, una racionalidad rectora donde todos los aspectos de nuestra vida están sujetos a una conducta económica independientemente de que las esferas estén o no mercantilizadas. Los sujetos tenemos como meta mejorar nuestro capital humano invirtiendo en nosotros mismo, y los gobiernos son sustituidos por la gobernanza equiparándolos al funcionamiento empresarial.

Se trata de una racionalidad política que nos gobierna como un sentido común sofisticado, que no necesita ser unívoco, a pesar de ser global, y que reconstruye instituciones y seres humanos. La revolución neoliberal se hace en nombre de la libertad pero se consigue destruyendo la soberanía de los estados y de los sujetos que quedan subordinados a los mercados (donde no se participa en igualdad, ni se recibe igual beneficio). De esa forma, el sujeto pierde soberanía pública y autonomía personal. En este sentido, el neoliberalismo sería un modo distintivo de razón, de producción de sujetos. Rousseau llamaba la atención de una paradoja similar a la del huevo y la gallina. Para que las personas demanden y apoyen buenas instituciones, esos sujetos tienen que existir antes de las leyes y de las buenas instituciones, de esas mismas instituciones que tienen que capacitar a esas personas para demandar y construir esas buenas instituciones.

¿Hemos cambiado tanto los sujetos con la expansión de la razón neoliberal hasta el punto de asumir el auge de opciones políticas que están acelerando el vaciamiento democrático pero manteniendo formalmente las democracias? Ya a principio de la década de los ochenta del siglo pasado, la adalid del neoliberalismo Margaret Thatcher dijo que la economía era solo el método, que el objetivo era cambiar el alma y el corazón de las personas. Y parece que varias décadas de expansión del sentido común neoliberal han permitido que ese cambio se haya ido dando paulatinamente como si se tratase de un ejército de termitas. Cuando los discursos se hacen dominantes circulan una verdad que se convierte en una especie de sentido común que en absoluto es ajeno a las relaciones de poder existentes en esa época o momento histórico determinado.

Es por ello que necesitamos de un nuevo sentido común que permita preservar la democracia como gobierno del pueblo, de decisión conjunta de las coordenadas que deben gobernar nuestra existencia y recursos comunes, y que esta permita actuar como auténtica contención de fuerzas antidemocráticas, permitiendo una realización más completa de los principios democráticos de libertad, igualdad y fraternidad (y especialmente el de sororidad, ahora por fin reconocido por la RAE).

Tal vez aún no estemos en condiciones de generar un sentido común alternativo al neoliberal con capacidad de convertirse en una verdad rectora, pero sí que podemos desarrollar la acción como reacción para que estas fuerzas políticas que quieren vaciar la democracia no ganen más espacio y al tiempo apuntalar la fe que siempre tenemos que tener en la capacidad de las personas para crear y mantener la idea de que otro mundo es posible. Para ello es esencial mantener una educación humanista en los distintos grados de la educación formal pero también a través de los medios de comunicación y las políticas públicas en general. Como dice la propia Brown: “En una época de constelaciones y poderes globales inmensamente complejos, la democracia necesita un pueblo educado, razonado y con una sensibilidad democrática”. Educación en un sentido amplio para poder participar con mayor igualdad y libertad en lo común y que los mensajes simples se choquen con una ciudadanía informada y con capacidad de desarrollar un espíritu crítico. Tal vez, de esa manera podamos apartar a quienes ocupan las instituciones democráticas para vaciar la democracia, porque aunque siguiendo la paradoja de Rousseau la persona venga antes, desde las instituciones y la política también se puede intentar devolver un sentido común democrático a nuestros gobiernos y a nuestras almas.

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