El Príncipe, fenómeno televisivo del 2014 sobre tráfico de drogas y yihadismo en el enclave español de Ceuta, fue hasta entretrenido de seguir. Fue divertido ver a Farouq, interpretado por Rubén Cortada, natural de Cuba, -el barón de las drogas- hablar e insultar en árabe dialectal marroquí ‘Dín d’emák !’ con acento caribeño. Fue entretenido ver cómo todos los personajes con los que el espectador debería simpatizar tenían los ojos verdes y pasaban gran parte del guión intercambiando miradas profundas, pero sin largas explicaciones. Miradas hacia un pasado que reaviva el término ‘moro’. Fue divertido haber sido testigo del orientalismo musical: cada vez que un personaje musulmán aparecía en escena sonaba una melodía que oscilaba entre el adán sirio, Arabian Nights y la flauta de Disney.
Y fue asombrosamente inquietante que la torre de la mezquita apareciera en cada plano de cámara saltándose cualquier eje marcado por las teorías cinematográficas, con el intento de personificar una construcción controladora que todo lo ve.
El término ‘Orientalismo’ (E. Said) recoge una tradición de imágenes falsas y romantizadas sobre Asia y Medio Oriente que sirvieron para crear un punto eurocéntrico desde el cual imaginar el mundo árabe. El problema es que Marruecos no es Medio Oriente, pero las características que van a organizar la puesta en escena y los personajes de la familia marroquí Ben Barek en Ceuta sí que lo son. La confusión que supone el norte de África para su representación en pantalla hace que la serie utilice una melodía de adán no magrebí, la forma de llevar el velo de la protagonista tampoco lo es y el vestuario del patriarca de la familia es iraní, ni más ni menos. El Príncipe, acaba siendo una mezcla kitsch entre series americanas que abarcan la temática del terrorismo (24 o Homeland) y una imagen inestable entre la soap opera telenovela mexicana o brasileña. A pesar de toda la creatividad cinematográfica mal encauzada –o enfocada- la serie resulta entretenida hasta que uno se da cuenta de que está forjando una percepción pública acerca del islam y/o los españoles musulmanes bastante grave. Los casi seis millones de seguidores que se enganchaban cada martes a Telecinco quizás no hayan recibido la serie como una deformación cómica y distorsionada del norte de África, sino como una fuente de información fiable sobre la cultura islámica y la vida familiar musulmana. El Príncipe no deja de ser la prueba del rumbo hacia atrás en el discurso sobre diversidad y convivencia que está surgiendo en España.
Ceuta es una ciudad española en la costa norte de África, con frontera con Marruecos. Desde donde Tarik Ibn Ziyad lanzó su invasión hacia la España visigoda en el 711. Fue gobernada por los musulmanes- entre ellos varias dinastías bereberes y árabes- desde el siglo VIII hasta que cayó en manos de Portugal en 1415. El enclave pertenece a España desde el 1 de enero de 1688. La población alcanza alrededor de 90.000 personas, siendo de creencia cristiana el 52% y musulmana el 45%, y un número menor de creencia hindú o judía. El Príncipe, barrio musulmán en el noreste, recoge a unas 12.000 personas y es descrito en los medios de comunicación como “el barrio más peligroso de España” por su pobreza, niveles de violencia, tráfico de drogas y, recientemente, el extremismo religioso. Muchos jóvenes de este barrio salieron hacia Siria para formar parte de la lucha extremista.
Este es el barrio que hace de escenario para la serie de Telecinco, con varias historias principales en el guión. La rivalidad entre el español-musulmán Farouq y su camello-adversario gitano, Aníbal (Antonio Mora), que no deja de ser el enfrentamiento entre minorías. Luego está el recién llegado inspector jefe Morey (Alex González, el rompecorazones) que es mandado por el CNI para investigar el oscuro mundo de El Príncipe y la corrupción de la policía ceutí. Morey-como es de esperar desde la primera escena- se enamora de Fátima (la hermana de Farouq, interpretada por Hiba Abouk).
Morey abre la serie. Mientras vemos su llegada a Ceuta en ferry, con un plano general abriéndose sobre África al más puro estilo de El Ultimatum de Bourne o incluso peor, Memorias de Africa, es presentado por una voz en off como un agente infiltrado. Mientras es presentado a cámara (traejado, que es como se viaja en ferry cuando vienes de Europa) dan significado contextual a la escena una señora con velo y un señor con djilaba y sombrero turco (que también debe de ser como se viaja en ferry cuando vienes de Europa y eres musulmán, con el mismo atuendo con el que se reúnen los hombres musulmanes en las religiosas fiestas del Aid). La función de Morey de salvaguardar una serie de valores occidentales en territorios orientalizados es crucial. Bajando del ferry, Morey es tentado por un forzoso guión a salvar al hijo de una señora –también con velo- que corre hacia un camión que viene a toda velocidad. El agente sale disparado y se planta enfrente del camión, lo frena levantando las manos en señal de escudo humano y salva al niño (símbolo del futuro de una nación) y a su madre.
Esa ‘carga del hombre blanco’ - que planteaba que la carga era la de salvar a pueblos inferiores por el bien de ellos mismos- queda clara al frenar la rapidez abismal del peso pesado del islam, imaginado en un camión. Ahí conoce a Fátima -en la frontera, resaltando su amor periférico-, que también salió corriendo para salvar al hijo de un personaje que nadie conoce, y se miran. Y se mirarán el resto del capítulo. La función de Morey no es solo frenar la expansión de un peligro inminente sino también la de salvar a las mujeres bajo ese régimen. Fátima le recuerda a Morey que “aquí o eres moro o eres cristiano, o español o marroquí, pero nunca las dos cosas”. Insistirá también Farouq : “Siempre venís a por nosotros los moros, los españoles moros.” La ansiedad por una categorización homogénea es agobiante para un espectador híbrido que entiende la diversidad como la coexistencia de una naturaleza doble.
Pongamos que el objetivo de la serie era explorar las relaciones musulmano-cristianas, o mostrar que ser español y musulmán no es una contradicción. El Príncipe no lo consigue. Los hombres musulmanes son monstruos culturales: Farouq es un autoritario patriarca musulmán. Obliga a Fátima -o Fatema, pronunciación en la que se insiste para diferenciar al español del marroquí- a hacerle caso a él y no a la policía. Su mujer Laila (María Guinea), a la que a penas se le oye - porque habla susurrando, probablemente en un intento de representar a una mujer controlada/sin voz- carga con la esterilidad del supra-machista. Incluso cuando Farouq defiende a su madre y a Fátima es porque son ‘suyas’. Pero ¡Al Hamdulilah!, Morey ha sido enviado a investigar yihadismo y también a liberar a la mujer musulmana de la tradición patriarcal, y poder mostrar que su libertad personal no depende de su lealtad a la tradición sino del Estado español, de la modernidad que representa Morey.
El romance de Morey con Fátima recicla las fantasías más vulgares del cine de occidente respecto a la mujer árabe. En las escenas pasionales se hace especial hincapié, con planos medios-primeros-detalle de la caída del velo. Se utiliza hasta la técnica de cámara lenta para reforzar la caída del velo rosa por el príncipe azul. Las dos mujeres no-musulmanas que se rinden ante los encantos del hombre musulmán también necesitan del hombre moderno para que las salve. Morey lo intenta con Sara (la novia de Abdou, transculturizada al llevar una camiseta con la mano de Fátima en el primer episodio) y Matilde (Thais Blum), a la que tanto Morey como Fran (el comisario, José Coronado) intentan salvar de las garras amorosas de Hakim (Ayoub El Hilali).
“La serie es una vergüenza. Da una imagen superficial y estereotípica del Príncipe, y encima está rodada en Madrid”, dice Rachid Hamidou, un abogado y miembro del recién formado colectivo Movimiento para la Dignidad y la Ciudadania. MDC es un partido político que intenta fortalecer el papel de los musulmanes en Ceuta. “Este barrio tiene sus problemas, es un gueto. Era un barrio mixto pero ahora sólo queda una pareja de cristianos. Ceuta es una ciudad muy segregada, muy pocos autobuses llegan aquí desde el centro. Y la única biblioteca fue trasladada allí. Hay mucha pobreza y mucho paro. Solo a partir de 1986, los musulmanes que han estado aquí siglos, pudieron pedir la nacionalidad española, y el árabe sigue sin estar reconocido como idioma. La serie no se acerca a ninguna de estas políticas y consigue enseñar que los problemas en el Príncipe son de raíz cultural y religosa, como siempre”.
Situado en lo alto de las montañas de Ceuta, y con sus edificios de colorines, el Príncipe recuerda a las favelas brasileñas. El Príncipe puede haber sido influenciada por la popular serie brasileña de El Clon o el Salvaje Jorge. Ambas intentan representar los encuentros culturales entre América Latina y el mundo islámico. Las series brasileñas -dejando a un lado a las bailarinas enveladas y las largas coroegrafías de danza del vientre- simpatizan políticamente con la gente de las favelas y del mundo musulmán: las dos identidades quedan plasmadas como víctimas de la violencia y la discriminación estatal. Dirigidas principalmene a educar al público sobre la creciente populación musulmana de Brasil, enseñar las cuestiones culturales del mundo islámico y hacer contracultura de cara a series como 24 o Sleeper Cell.
La serie española se suma a la rutina creada por las americanadas mencionadas. Una rutina sociológica que comparten personas de un entorno social: una mirada parecida entre ellos pero desigual hacia el otro. Esquemas o ideas mediante las cuales una población asimila representaciones que, aunque incorrectas, resultan familiarmente predicibles.
Por eso era predicible el personaje más traicionero, Hakim, el marroquí-español miembro del cuerpo policial. Hakim es hiper-nacionalista e insiste en ser llamado Joaquín : ‘Me llamo Joaquín – no Hakim– soy español’. El hipernacionalista (que se refiere a todos los musulmanes como ‘moros’) resulta que es un doble agente y un yihadista. El mensaje a los espectadores españoles es muy claro, incluso tu vecino musulmán más patriota puede ser un territorista: un mensaje irresponsable. Cabe mencionar que hace unos meses el departamento de policía de Sevilla hizo circular un informe en el que se daban pautas para reconocer a posibles terroristas. Todos los hombres -que se perciban como árabes- y que estén sacando fotos en ‘lugares no turísticos’ o que estén utilizando ordenadores portátiles dentro de un coche levantan sospecha. El Príncipe está alimentando una rutina orientalizada a la par que el gobierno del Partido Popular hizo circular leyes de seguridad draconianas que tenían como objetivo principal a las minorías en España.
“Yo creo que la parte más ofensiva de El Príncipe es la repetición del término ‘moro’”, dice Rachid. “Cada personaje lo usa de manera casual y repetitiva, parece que los productores no se dan cuenta de que el término es peyorativo e insultante. En Ceuta, el término no se usa, cuando los cristianos se refieren a nosotros, nos llaman musulmano o musulmana. La historia de los musulmanes en Ceuta es raramente representada en la ficción española. Hay estatuas y calles con nombres de líderes coloniales como Enrique El Navegante, que mató a miles de musulmanes, pero poco sobre nuestras contribuciones. Y cuando una serie finalmente habla sobre nosotros nos llaman ‘moros’ y terroristas”.
El problema de imaginar es que no se problematiza la situación; se plasma desde una lejanía cómoda, eliminando cualquier posibilidad de convivencia tanto cultural como racial. Como cualquier otra serie de espías, se intenta enseñar al público que no todo es lo que parece. Pero la serie española vuelve a confundir diversidad con engaños occidentales: nada es lo que parece, menos los ‘moros’. Incluso Hakim, que parece que estaba escrito adrede para que parezca que no es lo que es, es lo que es. La serie acaba cayendo en formatos de alienación, sin esfuerzos en entender la desafección que existe en el barrio o por qué la juventud gravita entre gangsters y extremismo religioso. No hay ninguna mención a las políticas anteriores de Franco que tuvieron que ver con el enclave, o a las políticas impuestas desde Madrid, Washington o Rabat, que pueden haber contribuido a producir este nivel de desesperación. Sin embargo, se muestra a los residentes del Príncipe como misteriosos, exóticos y peligrosamente inescrutables, igual que las calles laberínticas del barrio.
España tiene una larguísima historia de convivencia. Y es especialmente impresionante, para bien, que España (y Portugal) sean los únicos países de Europa Occidental que no tienen movimientos islamofóbicos fuertes. Solo queda esperar que se quede de esta manera, y que ficciones que no consiguen abarcar los juegos susceptibles de la convivencia no realcen lo peor de la literatura orientalizada y estigmatizada.