La política de los últimos años se define por la polarización. El consenso es imposible entre los partidos actuales. El acuerdo es un vestigio de una forma de hacer política que ya no volverá. La división es el signo de los tiempos presentes.
A nadie le sorprenden las frases anteriores y con total probabilidad una mayoría de los lectores considerarán que son ciertas. No les culpo. Pero ahora que tenemos las elecciones europeas más decisivas y posiblemente más escoradas hacia la extrema derecha de la Historia, qué les parece si desvelamos el punto de mayor consenso, el acuerdo más probable, el tema menos divisivo y el asunto que suscita una polarización mínima. Sí, hablamos del racismo y de las políticas contra la inmigración.
Llevamos años viendo cómo las extremas derechas se han independizado, han cogido vuelo, han cortado los cordones sanitarios y han conseguido infectar todas y cada una de las capas sociales. La Unión Europea es uno de los últimos bastiones de la representación política que les queda por asaltar. Sus ideas ya existían, ahora reclaman su escaños.
En ese proceso llama la atención cómo para alcanzar esa transversalidad han ido aligerando sus discursos en algunos aspectos. Pero hay un espacio que se mantiene intacto, y es el de las políticas racistas y contra la inmigración. Es el centro irrenunciable e impasible al que siempre acuden después de suavizar una seña de identidad. No son pocos los ejemplos.
En Francia, el partido de Marine Le Pen ha suavizado algunas de sus posiciones pero la anti-inmigración y la islamofobia, pese a no gobernar, son parte de la cultura política francesa. En Reino Unido, el único salvavidas de Sunak pasa por el éxito de su plan de deportaciones a Ruanda, un plan que incumple tantos puntos de la Carta de Derechos Humanos que si añadiéramos más puntos los vulneraría también. En Holanda, Geert Wilders ha formado Gobierno cediendo a algunas pretensiones de su coalición, pero suscitando el acuerdo para implementar “el régimen de asilo y migración más duro de la historia del país”. En Italia, Meloni se integra como ejemplo de la extrema derecha asumible por Von der Leyen o Feijóo sin renunciar a sus estrictos planes contra la migración.
Las políticas racistas y contra la migración son un pegamento indispensable de los partidos conservadores y una línea roja evanescente en los partidos progresistas. Los primeros no han tenido problemas en asumir sus postulados y aplicar sus políticas. Al fin y al cabo, nacieron de ellos. Hace unos meses la comisaria europea de Interior, Ilva Johansson, lo resumió perfectamente en una entrevista con un titular que desapareció: “El pacto migratorio quita argumentos a la extrema derecha”. Asumir sus políticas no parece desde luego no parece la mejor vía para atajarlas.
Los segundos, los partidos progresistas, ponen a priori sus líneas rojas pero, a la hora de la verdad, cuando es hora de jugársela, la migración y las políticas racistas son negociables y la línea roja se vuelve evanescente. Aquel “expulsar a migrantes compete a la Administración central” de Pedro Sánchez, en pleno rifirrafe con Junts, es un ejemplo claro de cómo las líneas rojas son difusas y dejan de existir cuando hay votos en juego.
Es difícil mantener la ilusión y la esperanza en un panorama político que envía dos mensajes. Por un lado, que el racismo y las políticas contra la migración dan votos, como vimos recientemente en Catalunya. Por otro, nos grita que defender ideas antirracistas y llevarlas a cabo no es rentable electoralmente. Pero no todo está perdido.
Aunque el panorama de la política de partidos europea no pinte bien, hay asideros a los que agarrarse para construir modelos que caminan en dirección opuesta y hacia adelante. Organizando estos días un encuentro sobre juventud, desigualdades y participación en Europa, es esperanzador ver cómo se están construyendo alternativas sin necesidad de pasar por el tamiz de los partidos políticos: los sindicatos de inquilinas que nos defienden de los abusos inmobiliarios, la juventud climática que lucha por su futuro y por el de toda la Humanidad, los antirracismos que escapan del margen para ocupar el centro y defender la vida sin pedir permiso. Todos ellos y muchos más, ejemplos de que no hay nada perdido.
De ahí que un buen resultado en las urnas en las elecciones europeas no debe interpretarse como una enmienda a todo el trabajo asociativo y transformador. Al contrario, debe ser una motivación más para seguir construyendo barrios, pueblos, ciudades, países y, por qué no, una Unión Europea que traicione a su propia esencia, que castigue la cobardía de la discriminación y premie la valentía transformadora. Unos espacios que nos digan que, si quieres ganar las elecciones europeas, sea apostando por el antirracismo.