Este año el agosto político fue en noviembre. El tradicional protagonismo estival que ganaban el Peñón, los monos y Fabian Picardo para paliar la escasez de noticias que solía acompañar al verano ha venido de la mano del invierno y el Brexit. No habrá sido por la falta de informaciones espectaculares o ruidosos escándalos, de los cuales disfrutamos un variado surtido. Así que deberemos concluir que a alguien le ha parecido buena idea tratar de meter este asunto en la agenda pública en puestos de preferencia sobre otros, si cabe, más espesos o comprometidos.
Dudo mucho que los redactores del ya famoso artículo 184 del acuerdo de separación tuvieran Gibraltar en la cabeza a la hora de escribirlo. Más bien se intuye que tenían un buen mareo o una fenomenal resaca y muchas ganas de acabar con una negociación extenuante y al límite, dado lo alambicado del texto. En cualquier caso, como suele suceder en el siempre enrevesado mundo de la sintaxis diplomática, no se antoja algo que no pudiera arreglarse discretamente con un par de llamadas, sin necesidad de amenazar con estorbar, más que vetar, la cumbre del Brexit. La buena diplomacia siempre es aquella donde los malentendidos nunca llegan a hacerse públicos.
Un mal pensado incluso podría llegar a decir que alguien se ha inventado un problema donde no lo había para luego anotarse su resolución. Refuerza esta sospecha el insólito espectáculo de ver a todo un secretario de Estado para la UE, Luis Marco Aguiriano, airear los detalles de una conversación entre el presidente Pedro Sánchez y la premier Theresa May como quien cuenta una leyenda urbana en una boda. Tampoco ayuda la grandilocuente puesta en escena de su dramática resolución en el último segundo, cuando ya todo parecía perdido y Europa se veía abocada a un melodrama más duro incluso que esos que echan las televisiones los sábados por la tarde.
Tiene razón el presidente Sánchez al anotarse el tanto de la declaración política aclarando cualquier confusión y reiterando que la UE no puede negociar sobre Gibraltar sin el acuerdo de España. Tiene razón Theresa May al afirmar que nada ha cambiado porque, efectivamente, todo sigue dependiendo de la voluntad política del gobierno británico para negociar el futuro del peñón, que es y será nula. Y tiene razón usted si intuye que hemos dado una cuántas vueltas para quedarnos más o menos donde estábamos, porque eso es exactamente lo que ha pasado.
Si alguien espera sacarle una apetitosa rentabilidad electoral a este lance, a lo mejor se lleva una pequeña decepción. No da la impresión de que Gibraltar constituya uno de esos asuntos que entusiasme de siempre al votante de izquierdas. Tampoco parece que vaya a sentirse especialmente impresionado el votante no tan de izquierda, alarmado por los avisos de Pablo Casado o Albert Rivera respecto a la amenaza para la unidad de España y los españoles que este gobierno supone. Eso sí, entretenido ha sido un rato, como siempre.