“El conocimiento absoluto que pretende el Big Data coincide con el desconocimiento absoluto. El conocimiento total de datos es un desconocimiento absoluto en el grado cero del espíritu”
Byung-Chul Han
No vengo aquí por los que tienen dudas, por los que están dispuestos a poner sobre la mesa una baza de argumentos que intente contrarrestar los que aducimos quienes no estamos dispuestos a renunciar a parte de nuestra humanidad. Vengo aquí por los que ni siquiera entienden el debate, por los que encuentran monstruosa la duda, por los que están deseando entregar su privacidad y su intimidad en aras de una falsa seguridad o como pago de una ficticia sensación de libertad, meramente ambulatoria. Vengo aquí por los siervos, por los que siempre piensan que es mejor claudicar, entregar, ceder y por los que no entienden que lo que cedas nunca te será devuelto. Vengo aquí para los que ni siquiera entienden que el debate es de calado y que nos jugamos mucho. Vengo para los que han sido sometidos por el shock y han entregado ya al miedo hasta su razón.
Hemos conocido que Google y Apple trabajan de forma conjunta para poner a disposición de los gobiernos una plataforma que permita mantener a cada país una aplicación de control de infectados. La solución aparece al constatar que en el aclamado Singapur solo un 20% de la población accedió a bajársela voluntariamente. Con esta iniciativa, al actualizar el sistema operativo de nuestros teléfonos, la app se instalaría de forma automática. No usaría geolocalización, como sucede con otras. Sería el Bluetooth el que permitiría que nuestro móvil se fueran conectando con todos los que se cruzaran con nosotros de cara a enviar un código aleatorio. Tendríamos una lista de códigos enviados y de códigos recibidos y nuestro teléfono se iría conectando a un servidor periódicamente para descubrir si alguno de los códigos recibidos corresponde a un infectado. En ese caso recibiríamos un aviso para entrar en cuarentena controlada. A pesar de que Google hable de una gran preocupación por la privacidad, el planteamiento es muy invasivo y deja muchas preguntas sin responder. ¿Será obligatorio llevar el Bluetooth y no desconectarlo? ¿Los gobiernos podrán desarrollar aplicaciones que sí impliquen el conocimiento de la localización y de la identidad?
Hay personas que ven en esta propuesta la solución a sus problemas y que se muestran ansiosas por que algo así les permita volver a hacer su vida normal. Es solo por un rato, dicen. Ya hemos dado datos para otras cosas. Mi vida es poco interesante. No me importa que me vigilen, no soy un terrorista ni un delincuente. Lo clásico de la mansedumbre acrítica. No vengo para que piensen como yo, vengo para que al menos piensen. En términos humanos y generales, porque lo cierto es que aún no sabemos si nuestro Gobierno tiene alguna intención de sucumbir a esta locura. Yo confío en que no. En ese caso los siervos se lo reprocharán pero tendrán el aplauso de los hombres libres.
La mera iniciativa supone el advenimiento de una catástrofe anunciada: la conversión de los gobiernos en proxies de las grandes tecnológicas. No entiendo por qué hay tantas personas que no reparan en que los datos cedidos, por una u otra razón, jamás nos son devueltos y que, en este caso, estamos hablando de datos que afectan al núcleo duro de nuestra intimidad como son los relativos a la salud. Es solo un poco, dicen. Es demasiado. Es asumir que nuestra privacidad y nuestra intimidad son expugnables, es sentar el precedente para poder ser diferenciados y discriminados en función de nuestro estado de salud, es asumir que vamos a ser vigilados hasta en nuestro núcleo más íntimo porque pensamos que eso nos permitirá seguir viviendo como hasta ahora lo más rápido posible. Es, en definitiva, asumir que el control de nuestra intimidad puede sustituir al civismo y a la responsabilidad, que son la forma más eficaz y democrática de controlar esta pandemia.
La intimidad forma parte de la esencia del ser humano. Como decía Desantes: “Intimidad no es solo lo que está en el interior del hombre, sino lo que está en el cogüelmo mismo de su humanidad”. Por ese motivo, el debate es un debate que no afecta solo a los científicos o a los técnicos, ni siquiera a los políticos si olvidan tener a su lado a un filósofo y a un jurista que les alumbre antes de que sea demasiado tarde. No olviden que el gran hermano que vigila era una distopía, no una utopía, y que 1984 fue escrito como un grito de alerta, no como un manual de instrucciones.
Conviene reflexionar también sobre la utilidad de tal escabechina de los derechos humanos. Párense a pensar. ¿Será útil si la mayoría de la población más amenazada no utiliza ni es capaz de utilizar esas tecnologías? ¿Será útil si no devienen obligatorias cuestiones como no apagar el móvil, llevarlo encima o no ponerlo en modo avión o quitarle el Bluetooth? ¿Estamos hablando de algo que va a servir de veras o de algo que nos quieren colar como muy necesario quienes quizá están pensando en otras cosas? ¿De verdad es más útil que una autoridad superior sepa con quién nos hemos cruzado que cruzarnos todos llevando mascarilla y guardando las distancias? ¿Cuándo será la próxima vez que sea útil controlar nuestros datos? ¿Quién decidirá cuándo se produce la próxima emergencia? ¿Los gobiernos? ¿Qué gobiernos?
No pasa nada. Solo es un momento. Eso debieron pensar los marines norteamericanos cuando se colocaban su pulsera de actividad y salían a correr para relajar su tensión y mantenerse en forma. Inocente forma de ser operativos y estar entrenados: correr. Solo cuando la empresa Garmin tuvo la iniciativa comercial de hacer públicas las mejores rutas de running del mundo, las más usadas, se descubrió que había una en un lugar inhóspito en el que no debería haber mucha gente… y así se supo que Estados Unidos tenía instaladas tropas donde había dicho que no las tenía. Moraleja: nunca sabemos en qué va a derivar el conocimiento de nuestros datos más inocentes. Desde ese momento, los soldados norteamericanos tienen prohibido llevar ese tipo de pulseras en determinadas misiones.
La renuncia a la humanidad, a la individualidad, por la mera comodidad es una aberración contra la que hemos de luchar. Hay formas menos lesivas de controlar esta pandemia, más costosas, menos confortables. La libertad siempre ha tenido mártires. ¿Recuerdan cuántas vidas humanas se perdieron para mantener la libertad de occidente y frenar al nazismo? Salvar vidas es una prioridad pero no una prioridad absoluta. Hay cosas más importantes que nuestra propia vida. No estaría de más que esta pandemia catastrófica nos hiciera darnos cuenta, entre otras cosas, de que no solo somos vulnerables, sino que ninguno de nosotros en tanto que individuos es imprescindible ni, la verdad, realmente importante. Es la subsistencia de la humanidad en libertad la que es relevante.
Puedo contarles el cuento de Gómez de Ágreda, ese de las pulseras verdes de sano y las amarillas y rojas. El que explica cómo primero podrían negarse a dejarnos entrar a un establecimiento o a tomar un tren, luego quizá nos pedirían estar limpios para encontrar trabajo, más tarde… será demasiado tarde.
No vengo hoy por los que no lo tienen claro, ni por los que piensan distinto y están dispuestos a poner sobre la mesa argumentos y, también, a recogerlos cuando sean derrotados. Vengo por los que ya están vencidos y entregados, por los siervos, por los mansos, por los indolentes y los cómodos. Vengo porque a cada generación le cabe la responsabilidad de saber cuándo y cómo debe defender la libertad y la esencia del individuo y de la humanidad.
Vengo para que se den cuenta de que nos ha golpeado en plena cara nuestro momento.