Al iniciarse la presidencia francesa de la Unión Europea, en el mismo semestre en el que se elegirá el próximo o la próxima presidente/a de la República, vuelve a nosotros ese país tan próximo y tan desconocido a veces, con toda la intensidad de sus apasionantes retos. Muchos de ellos nos conciernen como europeos y otros como demócratas, sometidos por ello a los mismos embates populistas y nacionalistas que asaltan nuestra cultura democrática .
Nacionalista fue la reacción política al simbólico acto de colocar la bandera europea (en exclusiva), bajo el Arco del Triunfo con motivo de la inauguración de la presidencia francesa. Es verdad que Macron se enfrenta a líderes ultranacionalistas en las presidenciales francesas y es inevitable que estos aprovechen cualquier acto del presidente para desgastarlo. Pero el volumen y la intensidad de las reacciones al gesto expresan ese nacionalismo estatal y en el fondo antieuropeo que late en la extrema derecha de toda Europa. Desde Budapest hasta Milán, desde Varsovia a París o a Madrid.
Macron ya tuvo otro gesto de valentía europeísta en la noche electoral de la segunda vuelta, el día de su victoria sobre Le Pen en 2017, cuando subió al formidable escenario del Louvre, decorado con las banderas de Europa y a los sones del himno europeo. Fue una imagen emocionante, llena de fuerza simbólica, después de una campaña electoral en la que su rival reivindicaba un referéndum para abandonar el euro, prometía cerrar fronteras a la inmigración y una ley de protección al consumo francés. Su victoria por ello estuvo preñada de un europeísmo militante y quiso simbolizarlo de aquella valiente manera.
Ahora, al inaugurar el semestre de la Presidencia francesa de la Unión, ha repetido su gesto, esta vez en pleno Arco del Triunfo, emblema de Francia y honra a sus caídos, lo que le ha valido ser acusado de “traición y ultraje a los valores franceses”. Lo triste es que al escándalo del ultranacionalismo francés se haya sumado Melenchon, el líder de Francia Insumisa, que con su retórica oposición a los tratados europeos, proyecta un confuso antieuropeísmo.
La guerra de símbolos entre Nación y Europa no es exclusiva de Francia, aunque en París (todo lo que ocurre en Francia sucede en París), adquiere un nivel más espectacular e internacional. Estuvo también presente, hasta la exageración, en el debate del Brexit, en el Reino Unido, cuando la narrativa nacionalista británica despreciaba la europea. Yo lo he visto en el propio Parlamento Europeo, cuando una orquesta interpretaba el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía en la solemne inauguración de la legislatura y todos los diputados elegidos en muy diferentes Estados, por partidos antieuropeos o euroescépticos, daban la espalda al centro del hemiciclo, como expresión de su rechazo a ese simbólico himno.
Desgraciadamente, no es solo gestual ese rechazo. En Varsovia y en Rumanía sus tribunales constitucionales se niegan a reconocer la primacía del derecho europeo sobre el derecho nacional. En Karlsruhe, sede del Tribunal Constitucional alemán, se han dictado sentencias parecidas a propósito de los préstamos europeos en la crisis de 2008- 2012, señalando que Alemania no podía comprometer ayudas financieras a otros estados sin permiso del Bundestag. En Roma se cansaron de culpar a Bruselas de todos los daños económicos de Italia. En Budapest se ha hecho rutina el discurso autoritario, nacionalista y antieuropeo.
En el fondo, lo que esconden estas disputas simbólicas y estas narrativas nacionalistas es la negación de la democracia europea, encerrando esta, es decir, las reglas que ordenan nuestra convivencia política, al espacio nacional, como si fuera de él resultara imposible encontrar los requisitos prepolíticos de la democracia. Como si el Estado de Derecho solo fuera posible en la nación, donde el interés público, la comunidad cultural, la identidad nacional, la historia, etcétera, hacen posible el juego democrático y por tanto como si en Europa nada de todo esto existiera. Negando así la comunidad europea, el espacio público europeo, las elecciones y las instituciones europeas, la Europa misma.
Hace unos años participé en un debate en la Universidad de París con Sami Nair y el antiguo ministro francés de defensa Chevenement. Hablábamos de terrorismo y cuando reivindiqué una policía europea capaz de concentrar, ordenar y analizar la información antiterrorista de toda la Unión, me sorprendió la encendida defensa de la soberanía policial francesa que hizo el exministro, aludiendo a que la democracia de la República no permitía cuestionar la soberanía nacional en funciones esenciales del Estado.
Es un razonamiento a veces oculto, a veces muy explícito, que ataca los fundamentos de la construcción europea. Porque 60 años después de que los padres fundadores construyeran esa “unión en la diversidad”, esa formidable arquitectura para superar siglos de guerras, vecindades enfrentadas, odios nacionales, memorias encontradas, historias bélicas amañadas, tantos y tantos relatos de unos contra otros, las bases de aquel proyecto han sido puestas en cuestión por esos mismos sentimientos que pretendían superar.
En una tribuna que publicó en la víspera electoral de mayo de 2019, Macron decía “el repliegue nacionalista no tiene propuestas; es un NO sin proyecto”. “Los nacionalistas se equivocan cuando pretenden defender nuestra identidad apelando a la salida de Europa, porque es la civilización europea la que nos une, nos libera y nos protege”
Volvamos al principio. La presidencia francesa del Consejo Europeo es muy importante. Solo Francia puede dar impulsos a la “autonomía estratégica europea”, concepto fundamental en los tiempos de competencia global y dependencias tecnológicas como los que vivimos. Solo Francia puede dar un fuerte impulso a la Europa de la defensa, en tiempos de amenazas múltiples a la seguridad europea. Nadie mejor que Francia para proceder a una delicada y equilibrada revisión del Pacto de Estabilidad. Solo Francia es capaz de construir los consensos que Europa necesita en tantas cosas importantes
Por eso, creo que España tiene que sumarse a los ejes vertebradores del futuro europeo con París, Berlín y Roma lo antes posible y por eso también nos envolvemos en la bandera europea de Macron, en sus elecciones presidenciales, a la vista de que la izquierda francesa está destrozada y que los rivales de derecha y de ultraderecha viven de sus odios miserables a los otros y esconden, en sus guerras de símbolos, un nacionalismo anacrónico y reaccionario para el futuro de Europa y para nuestras vidas.