No es nada original la idea de que el sistema capitalista comenzó a entrar en una nueva fase a partir de la década de 1980. Varias son las características que la definirían: la creciente desregulación y privatización, la revolución tecnológica, la globalización, el peso creciente del sector financiero y la financiarización de la economía, el poder cada vez mayor de las grandes empresas transnacionales, el debilitamiento progresivo de la fuerza sindical, la reducción de la capacidad de intervención económica del Estado, las dificultades estructurales del Estado de Bienestar... Todos rasgos complementarios que parecen, en efecto, estar consolidando un modelo diferenciado de economía y de sociedad.
Desde luego, es un asunto sobre el que se ha escrito largo y tendido, pero siguen apareciendo nuevas aportaciones. Es el caso de un libro reciente, que vuelve a incidir en esta cuestión de una forma particularmente explícita y relativamente original: Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global (Katz, Buenos Aires, 2015), de la socióloga holandesa Saskia Sassen.
Sobre la base de todos los rasgos apuntados, Sassen llama la atención respecto a una tendencia a la que empujan todas esas características: una propensión cada vez más intensa a la expulsión hacia la marginalidad de sectores crecientes de la población. Algo que no es tampoco estrictamente novedoso. Otros autores se han referido a ello: muy especialmente David Harvey, con cuya tesis de la “acumulación por desposesión” coinciden no poco los planteamientos de Sassen. La originalidad de ésta estriba en que para ella se trata de una tendencia impulsada por el empleo de una tecnología crecientemente compleja. Una tecnología dirigida por una lógica que persigue beneficios siempre extraordinarios y que se concentra especialmente en los nichos (sectoriales o geográficos) pulsada por el empleo de una tecnología crecientemente compleja (lo que no deja de recordar al ya en los que puede generar un mayor rendimiento a corto plazo.
Se trata de un fenómeno -piensa la autora- que no puede identificarse simplemente con la profundización extrema en las desigualdades que, sin duda, el sistema genera. Es algo sustancialmente diferente y más grave: la generalización e intensificación de prácticas económicas caracterizadas por “la complejidad de los medios y por la brutalidad de las consecuencias” que está empobreciendo y arrojando a la marginación (expulsando) a masas crecientes de la población de muchos países. Prácticas que, con formas diferentes, rebasan fronteras y sectores, conformando una tendencia de fondo crecientemente acusada y definitoria del sistema económico: una “profundización sistémica de las relaciones capitalistas” que esconde una dinámica desacomplejada de generación de beneficios y de pobreza que la crisis ha robustecido y que recuerda -piensa Sassen- a las formas más extremas de acumulación originaria de comienzos del capitalismo. Tecnologías complejas y de gran escala al servicio de un sistema económico decididamente focalizado hacia formas de apropiación/expropiación de simplicidad y violencia que parecían superadas en la noche de la historia.
Porque, en efecto, estamos ante una tendencia que -como muchos otros autores han visto- supone una diferencia esencial con el modelo de capitalismo keynesiano-fordista. Un modelo caracterizado por la búsqueda de la integración de colectivos que el sistema necesitaba como trabajadores y consumidores, frente al que ahora se consolida un nuevo paradigma caracterizado por una estructura productiva, una tecnología y un espacio de actuación (global) que convierte en progresivamente prescindibles a sectores cada vez mayores de la población: tanto en los países pobres como en los desarrollados y tanto en colectivos campesinos e indígenas y en la clase trabajadora tradicional como en las clases medias. Se ha pasado así “... de una dinámica que atraía gente hacia el interior a otra dinámica que empuja gente hacia afuera”, en el marco de una concepción “peligrosamente estrecha” y acusadamente “corporativa” del crecimiento, en la que la labor de los Estados radica prioritariamente en facilitar al máximo la actividad de las grandes empresas, en la que se eliminan todos los obstáculos que interfieren en su camino y en la que dejan de importar todos los elementos que no contribuyen al beneficio empresarial.
En el modelo anterior, este beneficio dependía esencialmente de la expansión de la capacidad de consumo de la población nacional, a través de su inclusión en la fuerza laboral. En el actual, crecientemente dominado por las grandes corporaciones, el beneficio que importa -el de estas corporaciones- depende cada vez más claramente de otros factores: de su demanda mundial, de su gestión financiera y especulativa, de sus cadenas de valor internacionales, de su capacidad de extracción de rentas extraordinarias (ingeniería fiscal, externalización de costes...)... Es un modelo, en este sentido, mucho más cortoplacista, mucho más vinculado a la lógica financiera, mucho más generador de impactos socio-ambientales negativos, mucho menos arraigado en el espacio nacional y mucho menos preocupado por las personas que el precedente. Un modelo en el que cambia de forma crucial el carácter del crecimiento económico: en lugar de eje impulsor de mayores niveles materiales de vida para la mayoría de la sociedad, pasa a ser un fenómeno con efectos positivos generales cada vez menores y más concentrado. Un crecimiento esencialmente corporativo, que conduce a un mundo progresivamente inclemente y que puede mantenerse e intensificarse al tiempo que se deterioran los niveles de ingresos y de calidad de vida de sectores cada vez más amplios de la sociedad. Algo -cree Sassen- que debería llevarnos a replantear radicalmente los criterios con los que definimos el progreso.
En este contexto, esta tendencia a la expulsión social es -para Sassen- consecuencia directa de la aplicación de formas de actuación y tecnologías crecientemente complejas, de la mano de las grandes empresas, pero con la complicidad manifiesta de gobiernos y organismos internacionales. Una consecuencia derivada de una irresponsabilidad social en las prácticas económicas que imprime un patente carácter de brutalidad despiadada al conjunto del sistema.
Entre las prácticas de este tipo que Sassen destaca como particularmente relevantes por sus implicaciones sociales y ambientales, figuran la extensión mundial de una agricultura hipertecnologizada basada en el acaparamiento de tierras y unas actividades industriales, energéticas y extractivas crecientemente agresivas en términos ambientales; prácticas ambas que se están extendiendo intensamente y que están provocando, además de los problemas sociales mencionados, un salto cualitativo en la destrucción del capital natural del planeta.
No obstante, hay otro tipo de tecnologías complejas menos llamativas, pero cuyos efectos pueden ser tanto o más letales. El ejemplo más significativo para Sassen es la sofisticación creciente del sector financiero, en el que se materializa -dice- “... la más completa y eficaz de esas tendencias subterráneas que están transformando nuestro mundo”. Un sector en el que se ha producido una transformación revolucionaria, al calor del protagonismo imparable de actividades y productos cada vez más tecnificados y especulativos, entre los que sobresale la capacidad de titularización, que permite convertir en producto financiero prácticamente todo: los inmuebles, los estudios, las materias primas, los cereales, los alimentos... Todo ya es susceptible, gracias a ella, de ser incorporado a una lógica financiera/especulativa que incrementa continuamente las fuentes de rentabilidad y los beneficios del sector, en una continua penetración en otros sectores y ámbitos de la vida que constituye una de las más conspicuas y efectivas facetas de lo que se ha dado en llamar la “financiarización” de la economía. A costa, claro, de incrementar también la inestabilidad y los riesgos y produciendo crisis de frecuencia y severidad en aumento, a la par que terribles tragedias para muchos colectivos, abocados a la ruina por la dinámica de un sector que actúa con niveles de irresponsabilidad y violencia cada vez mayores. Estamos así ante un sector hegemónico e invasivo, capaz de imponer las líneas de actuación de los restantes y que está regando el mundo de “una destrucción en gran escala de economías sanas, deudas gubernamentales sanas y hogares sanos”, comandando un feroz proceso de “creación de formas extremas de riqueza y de pobreza”.
Son sólo algunos aspectos de un libro poliédrico, pero que -para quien esto escribe- constituye ante todo una sombría advertencia sobre los peligros derivados de una aceleración científico-tecnológica liderada por un poder económico cada vez más concentrado. Frente al optimismo de quienes confían en las virtualidades de la ciencia para solventar el deterioro galopante de la naturaleza, pero también frente a quienes consideran que la revolución científico-tecnológica de nuestro tiempo acabará socavando los cimientos del sistema dominante, la lectura de Sassen induce a no echar en el saco del olvido el condicionamiento que la tecnología puede imponer en la orientación de la economía y de la sociedad y los severos riesgos que entraña la concentración de su control. Una concentración que podría simplemente reforzar el poder de quienes la detentan y la focalización de su estrategia: su opción por la maximización cortoplacista del rendimiento que la tecnología puede posibilitar, fortaleciendo así una dinámica de irresponsabilidad, desigualdad y autoritarismo que no por suicida a la larga deja de ser posible.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autor.