La sinceridad democrática de la derecha está en entredicho
Mientras en diferentes lugares de Europa se están llegando a adoptar decisiones delicadísimas para combatir la segunda ola de la COVID19, como por ejemplo decretar el toque de queda; en España, desde la oposición extrema de la derecha se acusa al presidente Pedro Sánchez de “dictador” por decretar el estado de alarma en Madrid tras errar el gobierno de la Comunidad en cómo formular la petición de las medidas de limitación de movilidad al Tribunal Superior de Justicia.
Fue la no mención de una ley de 1986 por parte de los de Ayuso –tal y como sí hizo la Junta de Castilla y León– la que llevó al TSJ a la decisión de desestimar la única medida que ha implicado la declaración del estado de alarma: la restricción de entrada y salida de determinados municipios. Lejos de reconocer su error (si es que realmente lo fue), pudiera parecer que la gente de Casado en las instituciones que gobiernan Madrid estuviese marcando las tareas que van completando en una checklist interna destinada a escalar la tensión con el Gobierno central.
La estrategia de “Sánchez dictador” o de “las conductas dictatoriales de Sánchez” (en todas sus modalidades) se usa tanto en las filas del PP como en las de Vox. Se trata de una peligrosa narrativa de blancos o negros que busca llevar a sus votantes convencidos –y a los que están indecisos y son persuasibles– a márgenes extremistas y radicalizados difícilmente compatibles con la convivencia democrática. Una narrativa en la que todo aquello que no sea su propia versión de patria, de monarquía, de religión, de bandera, de Constitución, de libertad, de instituciones o de fuerzas armadas es tachado de comunista, populista, totalitario y propagandista.
Lo inquietante es comprobar cómo en los últimos días esta estrategia de persuasión y confrontación ha ganado terreno no en la cantidad de adeptos reclutados en sus filas, sino en cómo en estos han arraigado las fobias y animadversiones a la pluralidad de ideas y opiniones. Los representantes del PP y de Vox han logrado, sin ningún tipo de rubor y aprovechando la crisis de incertidumbres de la pandemia, resucitar la retórica de odio hacia a los enemigos políticos de la España franquista: los comunistas y los nacionalistas.
Un mensaje preconstitucional y contrario a la esencia del debate político que se quiso instaurar con la Constitución de 1978. Deshonran los de Casado y Abascal (y a veces también los de Arrimadas) la decisión que tomó su admirado Adolfo Suárez cuando promovió la aprobación de la Ley de Asociaciones Políticas (1976), que permitió entre otras cosas, la legalización del Partido Comunista. El punto de partida de aquella ley estaba, tal y como expuso en su ponencia el entonces presidente, “en el reconocimiento del pluralismo de nuestra sociedad y si esta sociedad es plural no podemos permitirnos el lujo de ignorarlo. Por el contrario, es preciso organizar esa pluralidad y es preciso organizarla de modo que dé cabida a todos los grupos sinceramente democráticos con aspiraciones de poder, con voluntad de ofrecer una alternativa de gobierno, pero con programas válidos para la administración y la acción política bajo el compromiso del respeto a los demás”.
Lo que no era esperable, más de cuatro décadas después, es que aquellos 59 diputados que votaron en contra de la Ley de Asociaciones Políticas y los 13 que se abstuvieron, encontraran en los 150 diputados del PP, Vox y Ciudadanos de esta legislatura, una segunda oportunidad para hacer añicos la legitimidad de los partidos de izquierda y de las formaciones nacionalistas, para socavar la pluralidad política tan temida y perseguida por Francisco Franco. Y para ello, están usando como altavoz las instituciones democráticas que negaban aquellos diputados y como tribuna la libertad de expresión que reprimía el aparato político franquista.
Sin embargo, la libertad de expresión –tal y como ha dejado claro el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en diferentes resoluciones– no tiene un carácter absoluto. Precisamente porque constituye uno de los fundamentos esenciales de una sociedad democrática goza de una especial protección cuando los discursos, los mensajes y la propaganda política representa una amenaza inminente para la convivencia democrática. Porque defender el libre juego del debate político entraña deberes y responsabilidades.
Esto lo saben bien en la Unión Europea y, muy especialmente, en Alemania. Muchos de los discursos, mensajes y propaganda política empiezan a representar una amenaza inminente para la convivencia democrática. Como dice el TEDH en Féret vs Bélgica: “La tolerancia y el respeto de la igual dignidad de todos los seres humanos constituyen el fundamento de una sociedad democrática y pluralista. De ello resulta que, en principio, se puede considerar necesario, en las sociedades democráticas, sancionar e incluso prevenir todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio basado en la intolerancia”. Añade la resolución que “es de crucial importancia que los políticos, en sus discursos públicos, eviten difundir palabras susceptibles de fomentar la intolerancia (...) ya que tal comportamiento puede suscitar en el público reacciones incompatibles con un clima social sereno y podría minar la confianza en las instituciones democráticas.”.
Cuesta creer en la sinceridad democrática del PP y de Vox, tras escuchar a Cuca Gamarra acusar a Pedro Sánchez de conductas autoritarias, de leer a Díaz Ayuso acusar al Gobierno central de autoritario, de ver a Rocío Monasterio llamar a Pedro Sánchez dictador o de observar el posado orgulloso de Macarena Olona ante una pintada fascista. Pero sobre todo cuesta no sentir inquietud por las secuelas que en la convivencia deja un discurso político fundamentalista y deshumanizador que se apropia de un victimismo y argumentario que no se corresponde con el de una España plural y diversa que busque el bien común y sostenible.
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