Alguna vez oí que el lenguaje es matemáticas y me entró un escalofrío elevado al cubo. El lenguaje es demasiado libre e imprevisible para acercarlo siquiera a una ciencia con tanta norma y tan poca excepción.
El lenguaje tiene más de música que de aritmética. Y no hay más que escuchar este párrafo que escribió Gómez de la Serna sobre Emilia Pardo Bazán: “El alma galaico rumbosa, prolífica, musgosa, húmeda a la par que insolada, brotaba de aquella dama, que escribía con pluma de oro, y que desde muy joven había notado que las palabras salen de la mano”.
Tan taaan, tan, tan, taaan tan, tan tan tan tan tan tan taaan.
Las sílabas son beats y al pronunciarlas creamos armonías (ese ritmo de las canciones que también suena en las conversaciones). ¡Voces! ¡Pausas! ¡Rimas!
Las palabras son cajas de resonancia y al pronunciarlas creamos melodías (esa musiquilla que nos hace saber si nos hablan con cariño o con furor). Y hasta la RAE certifica que música y lenguaje no se pueden separar. Los ata como siameses en la definición de melodía: “Dulzura y suavidad de la voz o del sonido de un instrumento musical”.
Las melodías producen alegría, tristeza, temor. Exactamente igual que el tono de las palabras. Podemos tomar un experimento musical de Patrik Juslin y llevarlo al habla a ver si encaja. El psicólogo descubrió que en la música, para expresar cólera, asciende el volumen (¿no es lo que hacemos cuando hablamos enfadados: pegar un bufido?). La tristeza pide un tempo lento y baja intensidad (¿no es así como hablamos cuando estamos tristes: despacio y bajito?). La alegría es todo lo contrario: se toca en tempo rápido y a buen volumen (¡esa es la forma de hablar cuando estamos contentos: con energía y firmeza!).
Podríamos decir que las letras son notas musicales y puede que incluso tengan significados soterrados.
Pronuncia la a. Escucha la a: la vocal de la boca abierta, la expansiva, la generosa, la acogedora. Algo tiene la a que da el sonido a amar, cantar, calmar, andar, nadar. La a da voz al ñam ñam. Al mar y al pan, a mamá, a amamantar y a nana.
¿Hay una vocal más maternal?
El arqueólogo Steven Mithen dice en su libro Los neandertales cantaban rap (Editorial Crítica) que es muy fácil imaginar a los bebés de los tiempos en los que aún no había idiomas soltando los sonidos “ma, ma, ma” para que su madre los amamantara.
Pronuncia la o. Oye la o. ¡Qué horror! Es el son del dolor, el temor, el terror, el pavor, el odio y el miedo. Es la vocal que convierte tu boca en un pozo, un hoyo, un foso. Es la voz de lo costoso, lo penoso, lo latoso.
¿Hay algo más horroroso?
Ahora asocia las vocales a objetos tridimensionales. El lingüista y filósofo Otto Jespersen estaba convencido de que los sonidos evocan imágenes y a eso lo llamó sinestesia fónica.
Piensa en la i y en la a. ¿Cuál elegirías para dar nombre a una cosa grande y cuál a una pequeña?
Jespersen buscó las asociaciones que hacen muchos idiomas entre el sonido de una letra y un tamaño determinado, y encontró que la i se asocia a las cosas chiquitiiinas y la a y la o, a las cosas graaandes y enooormes.
El lingüista Edward Sapir lo llevó a experimento. Inventó dos palabras que no existen en inglés: mil y mal. Reunió a un grupo de personas, les dijo que una significaba “mesa grande” y otra “mesa pequeña”, y les preguntó qué mesa era mil y cuál era mal.
Hazte la misma pregunta. Respóndete. Y ahora compara si has contestado lo mismo que aquel grupo de estadounidenses de principios del XX.
Casi todos los entrevistados llamaron mil a la pequeña y mal a la grande. Esa asociación de la i a lo chico y canijo y de la a y la o a lo vasto y monumental existe en culturas muy diferentes. Steven Mithen cuenta que pueblos tan distintos y distantes como los malayos y los huambisas de la Amazonia comparten la misma sinestesia fónica. A los animales pequeños los llaman con nombres que tienen una i y a los grandes con nombres que tienen una a, una e, una o y una u.
El sonido de las consonantes también evoca imágenes. Un psicólogo alemán lo comprobó en un experimento que hizo en las Islas Canarias a principios del XX. Wolfgang Köhler dio dos palabras a un grupo de personas: takete y baluba, y después les mostró una figura picuda y otra redondeada.
¿Qué palabra corresponde a cada figura? La pregunta es para ti. ¿Cómo te imaginas takete: circular o puntiaguda? Y baluba, ¿es ovalada o picuda?
Casi todos los canarios dijeron que takete era picuda y baluba redondeada.
La sinestesia de las letras es infinita. Evoca tamaños, formas y tonalidades. Ver las vocales de un color no es tan raro. Piensa en las vocales… y responde:
¿De qué color es la a? ¿Blanca?
¿De qué color es la e? ¿Verde?
¿De qué color es la i? ¿Amarilla?
¿De qué color es la o? ¿Marrón?
¿De qué color es la u? ¿Roja?
Esta respuesta es solo tuya. Tus letras son del color que aparecen en tu cabeza. O quizá, para ti, no tienen colores ni olores ni sabores.
Para algunos una letra es solo un signo y un sonido. Otros ven un Pantone de colores cuando piensan en el alfabeto. Patricia Lynne Duffy, la primera persona que escribió un libro sobre su sinestesia (Gatos azules y gatitos verde manzana), cuenta que un día, cuando tenía 16 años, le decía a su padre cuánto trabajo le había costado aprender a escribir la letra R...
—Hasta que un día me di cuenta de que, para trazar una R, lo que tenía que hacer era escribir primero una P y luego bajar una línea desde el redondel. Y me quedé muy sorprendida de haber transformado una letra amarilla en una letra naranja con solo añadir una línea.
—¿Letra amarilla?, ¿letra naranja?, ¿de qué estás hablando? —respondió su padre, a cuadros.
—La P es una letra amarilla y la R es naranja. Ya sabes, los colores de las letras.