Quienes seguimos la destrucción de Siria desde sus inicios nos hemos acostumbrado, a la fuerza, a ver a diario imágenes que hielan la sangre. Imágenes que nadie mentalmente sano querría ver, si no creyese que verlas, verificarlas y compartirlas pudiese resultar útil para detener las tragedias que cuentan.
En 2011, tras el inicio del levantamiento popular, Siria pasó de agujero negro informativo durante décadas a convertirse en el mayor productor de vídeos de la región y uno de los mayores del mundo. Youtube llegó a cambiar sus normas, que impedían la difusión de contenido violento, para adecuarlas a la necesidad histórica de contar lo que ocurría dentro del país. A diario se publicaban en la plataforma cientos de vídeos que mostraban la determinación de los manifestantes y la crudeza de la represión por parte de las fuerzas de Asad.
Conscientes de la importancia histórica de lo que ocurría en sus ciudades, y de que el mundo no lo vería si ellos no lo compartían, las calles se llenaron de manifestantes capturando con sus teléfonos instantáneas impensables sólo unos años antes. Hay imágenes de concentraciones en las que se ven tantos móviles resplandeciendo en la oscuridad como manos alzadas.
Expertos en certificar la muerte
Para que esas fotos y vídeos llegasen al resto del mundo era importante verificarlas, contextualizarlas, traducirlas, subtitularlas, y quienes seguíamos de cerca las revueltas populares en Oriente Medio y Norte de África y contábamos con redes en otros países nos volcamos en esta labor de curación de contenidos. Una labor dolorosa, insoportable, para la que la mayoría no estábamos preparados y que con el tiempo va dejando secuelas.
“Los expertos en certificar la muerte no lloramos”, decía la abogada Razan Zeitouneh antes de ser secuestrada en Duma, a las afueras de Damasco. “Los detalles de la muerte son interminables, están en miles de vídeos grabados. Los expertos en certificar muertes como nosotros no lloran, les basta con ser testigos con bocas vacías y ceños fruncidos. En momentos concretos, escuchan una voz que aúlla en su interior y no dejan de preguntarse si ellos, los que certifican la muerte a través de las pantallas de sus aparatos o los que lo hacen usando sus dedos y manos, volverán un día a ser seres 'naturales' o si la muerte los habrá dejado en una especie de limbo para siempre”.
Meses antes de la militarización del levantamiento, ya eran atroces las imágenes que nos llegaban a diario de Siria. Para quebrar a los manifestantes, el régimen de Asad se cebó desde el inicio con los niños. El rostro de Hamza al-Khatib, de trece años, tras participar en una protesta en Hama, resultaba irreconocible tras la tortura, su cuerpo cubierto de quemaduras de cigarros y sus testículos arrancados. Murió bajo custodia de las autoridades sirias. Esa imagen contribuyó a incendiar las manifestaciones, donde se pasó de pedir reformas a pedir el derrocamiento de Asad. Esa imagen, que vimos, verificamos, subtitulamos, difundimos, debería haber bastado para concienciar al mundo de la importancia de detener a un régimen capaz de infligir ese daño a su población, si el mundo hubiese querido ver.
La compartimos porque creímos que se había roto una línea roja y era necesario que el mundo lo supiese. Ahora que todos podíamos acceder a esas imágenes, el mundo no podría dar la espalda a lo que veía. Y con cada día que pasaba una nueva línea roja se rompía, y nos parecía más importante continuar mostrándolas que todos los argumentos que nos disuadían de hacerlo.
En estos cuatro años, en los que el mundo pareciera haberse quedado ciego, han desfilado por los distintos canales de internet imágenes de jóvenes abatidos por francotiradores del régimen, madres desgarradas con sus hijos en brazos, familias enteras agonizando tras un bombardeo, cuerpos desfigurados por armas químicas, niños sin brazos, sin piernas, sin cabeza. En los últimos meses, a las atrocidades del régimen se han sumado las del autodenominado Estado Islámico, que comparte en alta definición sus ceremonias de torturas, lapidaciones, explosiones, ahogamientos, decapitaciones. Imágenes que hemos visto, verificado, contextualizado, subtitulado, cada vez con menos impacto. En ocasiones discutíamos sobre si difundirlas o no, nos sumíamos en debates interminables sobre el respeto a la intimidad de los fallecidos y sus familiares, la sensibilidad de quienes nos seguían, la importancia de mostrar los efectos del gas de cloro. Debatíamos sobre la líneas rojas que separaban el difundir algo del no difundirlo, allá donde las líneas rojas de protección de civiles no existían.
La llegada de internet y las redes sociales, que ha permitido compartir y difundir cualquier imagen en cualquier momento, también ha contribuido a diluir lo que hasta entonces conocíamos como imágenes gráficas en el océano infinito de contenidos. Las alertas que recibíamos para protegernos de escenas que pudiesen dañar nuestra sensibilidad no existen en los espacios en los que nos movemos, para muchos el principal filtro de acceso a la información.
Imágenes gráficas como un producto más
De la categorización de vídeos de Siria en Youtube como contenido histórico y documental, hemos pasado al automatismo de compartir y acceder a imágenes gráficas en nuestras plataformas sin que se genere debate alguno. En los últimos dos años, tras el cambio de algoritmos en Facebook y Twitter, esas imágenes ni siquiera aparecen ya ocultas tras una url, tras un texto que comenzaba invariablemente por http. Con la evolución de estas plataformas y la avidez por generar tráfico, las urls se convirtieron en fotos e imágenes incrustadas en el mensaje publicado en Twitter o Facebook.
“Si una de las personas que sigues en twitter decide incluir una captura de pantalla de un periodista decapitado, no te dará tiempo a evitarla”, decía el periodista Andy Carvin en un artículo titulado Imágenes gráficas: ¿avivar las llamas o ser testigos?: “Te guste o no, la verás por el rabillo del ojo, o aun peor, de frente. Y entonces ya será demasiado tarde”. Se impusieron las imágenes gráficas como un producto más, que uno podía consumir después de ojear un plato de espagueti con tomate en su plataforma favorita.
Se preguntaba Carvin si la línea entre mostrar o no imágenes gráficas, procedentes de Siria o de cualquier otro contexto, entre dar o no visibilidad a crímenes que merecen no caer en el olvido, existe todavía. ¿Sigue significando algo esa línea? Para muchos de los que seguimos el horror en Siria desde hace más de cuatro años, hace tiempo que no existe. El debate que se da estos días, en torno a compartir o no la imagen del niño de tres años Aylan Kurdi, que murió ahogado junto a su madre, su hermanos y otros menores que intentaban alcanzar las costas de Grecia, nos devuelve a los miles de imágenes de niños que hemos visto y difundido en estos cuatro años, a los que creíamos que el resto del mundo también había tenido acceso.
Sorprenden las quejas contra quienes han compartido la imagen, el rasgarse las vestiduras de los que sin querer verla no han logrado evitar enfrentarse a la foto, sorprende que estando plagadas las redes y medios de internet de estas imágenes durante cuatro años hasta ahora no se hayan topado con ninguna. Para quienes seguimos Siria de cerca, el único debate importante es si esta imagen ayudará a influir en una realidad cada día más espantosa. Si se mirará por fin de frente la soledad en la que está sumida la población siria, si se analizará el origen de la catástrofe y sus responsables, si habrá rendición de cuentas, y si se pondrá freno a la destrucción sobre el terreno mientras se alivia el sufrimiento de los que huyen. Para muchos, el metadebate sobre si la imagen de un niño muerto hiere o no la sensibilidad del que mira quedó atrás hace mucho, demasiado tiempo.