El sistema de alumbrado de las palabras

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Desde que empezó el trajín con los precios de la luz, se encendió en mí un nuevo foco de atención. Me levantaba al alba para poner la lavadora porque era más barato. Suspiraba de alegría cuando la mañana estaba clara porque no tenía que dar la luz. 

Fue así como empecé a fijarme en que la palabra claridad desprendía claridad. ¡Um!, ¿sería casualidad o habría algún mecanismo interno que la hacía relucir para que la propia palabra fuese la imagen gráfica de su significado? 

Tenía que averiguar por qué claridad era una voz resplandeciente. Pero antes de hincarle el cuchillo para ver qué escondía dentro, decidí hacerle una resonancia fonética: ((🗣️/claridad/ 🗣️/claridad/)).

La pronuncié varias veces y me invadió la sensación de frescura de las sábanas blancas recién lavadas. La sensación de un cielo abierto donde vuelan alas blancas de palomas blancas de la paz. La sensación de tranquilidad de las batas blancas de las sanitarias que te calman cuando llegas con un susto o un dolor. 

Pasé después a desmenuzar la claridad y observé que lo que la hacía refulgir era la a. Esa letra es una pequeña llama que enciende la palabra. Es una ráfaga de luz. Es la letra que viste a los fantasmas con una sábana blanca para que podamos verlos y la que da cierta consistencia a las almas y a las ánimas para que no sean rematadamente invisibles.

Incluso hallé pruebas históricas: el último sistema de alumbrado público antes de que llegara la electricidad fue la lámpara de gas. Esa luz, con todas sus aes, era la que aclaraba las penumbras de las calles españolas en la segunda mitad del XIX.

Por último sometí la claridad a una prueba de texto y contexto. Llené una página de palabras que tenían muchas aes y otra página con palabras que tenían poquísimas. ¡Y madre del amor hermoso, qué diferencia! La primera resplandecía y la segunda era más lúgubre que un relato de Lovecraft. 

Así llegué a la primera conclusión: la a da luz natural, luz ancestral, esa luz clara y blanca del amanecer o de algo que resplandece. Pero esa deducción me llevó a otra cuestión. Si había una letra que daba luz natural, tenía que haber una letra que diera luz artificial

Y claro que había. Estaba escrita en la propia palabra; en la i de artificial. La i representa la luz eléctrica porque brilla, ilumina e irradia luz amarilla. Y porque es como el filamento de una bombilla. 💡 Las chispas eléctricas son amarillas y si hubiera que coger una vocal y convertirla en corriente alterna o corriente continua se tendría que hacer con la línea de la i

Había llegado a un punto en que tenía cientos de datos de campo y algunas deducciones, pero me faltaba literatura científica (incluso literaria) para asentar mi teoría. Busqué durante días y al fin di con el libro que arrojó luz a mis hipótesis. Se llamaba La seducción de las palabras y era del periodista y escritor Álex Grijelmo. 

¡Uuuf! Qué suspiro di cuando vi que mi trabajo era acertado. Grijelmo decía en su libro: “La letra i es tal vez el amarillo” y “la a se muestra blanca”. “Blancas son las letras a de alma, de clara y de diáfana”. 

Pero a la vez descubrí que había un punto ciego en mi investigación. ¡No había visto el origen! ¡La luz misma! Menos mal que lo encontré en un párrafo que relucía entre las páginas del libro. Decía: “Muchas palabras relacionadas con la luz se apoyan en el sonido de la u”. La u de lumbre, de fulgurante, de luminaria y de la mismísima luz

¡Chispas, rayos y centellas! ¡Acababa de descubrir los puntales del sistema de alumbrado de las vocales! ¡Tres de cinco emitían luz! ¡La primera (a), la tercera (i) y la quinta (u)! Resultaba, además, que la luz era impar. Y que solo una daba oscuridad: la vocal de lo negro, lo opaco, lo bruno, el horror… Esas sombras oscuras, obviamente, las pone la o

Estaba tan entusiasmada con este descubrimiento que leí con glotonería las teorías de Tesla y de Edison para terminar de alumbrar un nuevo tratado de iluminación textual. Pero en esas miles de páginas no hallé nada. No sabía dónde más podía buscar… Daba vueltas y vueltas, hasta que una noche, de nuevo, en La seducción de las palabras, surgió una frase como un relámpago. Tenía la voz de Dámaso Alonso y decía así: la magia de la imagen fonética es componer la imagen poética.