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Cómo es una sociedad en la que aumenta el bullying

Ruth Toledano

Una niña murciana de 13 años se suicidó hace pocos días en su cuarto. Puso así fin a una corta vida en la que presuntamente fue víctima de acoso escolar. Puede que porque era una buena estudiante, al parecer la insultaban, le pegaban, la marginaban, la llamaban gorda y fea. He visto en las fotos publicadas que tenía una cara bonita y unos ojos espectaculares, lo cual es irrelevante, pero el cuerpo me pide decirlo. Supongo que quienes la querían (sus padres, sus familiares) se lo dijeron muchas veces, pero nada pudo desactivar la angustia de esas humillaciones públicas y constantes que presuntamente sufrió en el instituto Ingeniero de la Cierva, en Patiño. No habría podido superarlo ni siquiera habiendo sido trasladada de centro. Hay heridas por las que te desangras.

La historia de Lucía no sería sino un suceso dramático si no fuera porque no es hecho aislado. Por el contrario, se inscribe en un contexto educativo en que el bullying es el amargo pan de cada día. Está alcanzando, de hecho, niveles muy preocupantes, pues las cifras no dejan de aumentar y exigen una reacción contundente por parte de las partes implicadas (que son los profesores, las familias y toda la sociedad) y, en particular, del Ministerio de Educación, que debe implantar una estrategia única para todos los centros. Es urgente además la aplicación real de los protocolos existentes para prevenir, detectar y abordar la violencia en las aulas. En el antiguo instituto de Lucía parece que nada de eso funcionó y que llegaron a descartar que la niña sufriera acoso, a pesar de que los propios padres alertaron de la situación por la que pasaba su hija.

Por supuesto, no se puede achacar a mera negligencia, teniendo en cuenta que las políticas de recortes suponen la disminución de la plantilla de docentes, la masificación de las aulas y, como señalan los sindicatos, “la sobrecarga de trabajo burocrático improductivo al que está sometido el profesorado de nuestros colegios e institutos”. En 2011, recuerdan, quedaron interrumpidas las dotaciones de profesorado de orientación educativa y trabajo socio educativo. En tales condiciones, la aplicación de los necesarios protocolos les resulta inevitablemente complicada.

A ello se añade la pérdida de autoridad que tanto padres como alumnos han de conceder a los profesores, que se sienten maniatados y frustrados ante los alumnos conflictivos. No les resulta fácil echar a un alumno violento, ni mucho menos disponen de recursos para ayudar también a los agresores, cuyo comportamiento procede sin duda de carencias emocionales, psicológicas o familiares. Los propios centros, por otra parte, ocultan los casos de bullying para no cargar con un estigma que los desfavorece en los rankings de calidad.

De momento, el ministerio de Íñigo Méndez de Vigo se ha limitado a poner en funcionamiento desde noviembre un teléfono contra el acoso escolar, que ha recibido desde entonces 5.552 llamadas. La Confederación Estatal de Asociaciones de Estudiantes la considera una medida insuficiente y ha solicitado una reunión urgente con el ministro orquesta (es además portavoz del Gobierno), que debería tener este asunto como una prioridad absoluta, pues no es admisible una sociedad en la que los niños y adolescentes estén expuestos a la violencia, y uno de cada diez la sufran, en lugares donde pasan gran parte de vida, y precisamente para formarse como ciudadanos.

Una sociedad en la que es creciente este gravísimo problema debe hacerse un replanteamiento esencial, preguntarse por qué está fracasando en el fomento de una convivencia respetuosa y pacífica. De nada sirve un sistema de enseñanza, que es competitivo y curricular, si no se educa en la consideración por los otros, en la empatía y en la idea de que las diferencias son consustanciales a la vida y, en cualquier caso, nos enriquecen como individuos y como comunidad.

Y como sociedad debemos cuestionar también los mensajes que reciben los niños y adolescentes fuera de las aulas. Por ejemplo, los contenidos audiovisuales violentos. No se trata únicamente de los videojuegos que les son suministrados, muchos de los cuales son una representación de violencia extrema, sino también del cine y de casi cualquier canal de televisión en casi cualquier momento en que se encienda: publicidad sexista y que promueve cánones de belleza irreal y roles de dominación; debates presuntamente políticos en prime time en los que los tertulianos, que se supone están en un plató porque son personas destacadas y con criterio, recurren a vergonzosas formas de discusión, en las que los gritos, los desprecios, las descalificaciones y los insultos son habituales; programas que ocupan las mañanas y las tardes en términos semejantes; corridas de toros que no son sino la retransmisión del acoso, la tortura y la muerte públicas.

Tenemos todos una responsabilidad al respecto: por supuesto, los responsables de esa clase de contenidos y de su programación, pero también los espectadores, consumidores y usuarios, que deberíamos reaccionar rechazando de plano sus basuras. Si no se compraran videojuegos violentos, si no se pagara la entrada a una película violenta, si se apagara la tele en cuanto empiezan los gritos o los lances, quienes los producen y los venden buscarían alternativas. Al fin y al cabo, lo suyo es el negocio. Los niños y adolescentes estarían además recibiendo otras consignas y su criterio se iría puliendo como corresponde con alguien que está en pleno proceso de crecimiento personal. Si además en las redes sociales no vieran la mala educación, la grosería, la difamación, la burla que sin pudor exhiben los adultos, estaríamos dando un ejemplo que frenaría el ciberacoso del que ellos pueden llegar a ser víctimas. El acoso virtual es como estar en un callejón sin entrada ni salida. Derribadas las paredes físicas, los niños y adolescentes que lo sufren se encuentran en una intemperie infinita que multiplica su sufrimiento y su vergüenza, y que no ven la manera de parar. Resulta aterrador, pero conviene echar un vistazo a los muros y perfiles de sus mayores, quizá encontráramos la indeseada semilla de ese diablo.

Cierto que en un mundo y una época como los nuestros es muy complicado sustraerse a todas las influencias, y proteger de ellas a los menores, por lo que la tarea por delante es desarrollar una conciencia colectiva que crezca hacia lo que quisiera ser y se haga fuerte en combatir la violencia y el daño, directo e indirecto, que sufrimos todos cada vez que uno de nuestros niños y adolescentes es atacado. No podemos permitir que se suiciden.

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