Había de todo en mi colegio. Había chavales con el uniforme usado de sus hermanos mayores y otros que tenían uno para cada día de la semana; libros subrayados y cuadernos de inglés con los deberes hechos –que la profesora intentaba, en vano, obligarles a borrar– en un rincón de la clase mientras que en otro había libretines de Oxford y bolígrafos a los que podía borrársele la tinta usando una goma. Unos jugaban al fútbol con las zapatillas de Ronaldinho y otros con unas de correr, con las que era mucho más difícil golpear la pelota. El uniforme en los colegios es una buena forma de homogeneizar a los estudiantes y no subrayar demasiado sus diferencias de clase, pero la mayoría de las veces no es suficiente. Después de aquello, sobre los dieciséis años, pasé a un instituto público, mucho más grande y donde seguía habiendo diferencias, pero se notaban menos porque allí había muchísimos más libros subrayados de un año para otro que mochilas de marca. En los baños se fumaban porros y al pabellón de FP no convenía entrar solo. Nada reseñable. Entre ambos microversos educativos había tres cosas en común: el de educación física era un cretino, el de matemáticas estaba loco y en clase de inglés había que aparentar que no sabías hablar inglés.
Hay un Vine –unos vídeos de formato corto, muy parecidos a las actuales historias de instagram– de Darío Eme Hache en el que parodia una situación donde un chico está leyendo en clase de inglés con una pronunciación perfecta y otro se ríe diciendo algo como: “Jaja, sabe hablar inglés, no como yo”. El sentido del humor español, por llamar de alguna manera a esta idiosincrasia nuestra tan singular, nos ha llevado a despreciar por igual, aunque por razones distintas, al de Chauen y al de Glasgow, al de Sidney y al de Hong Kong, solo que a unos les llamamos moros o chinos y para los otros utilizamos el genérico guiri, que en realidad es una forma de decir que seríamos racistas también con ellos si supiéramos cómo. Lo apuntaba el otro día Pablo Batalla en Twitter, a ver cómo le explicamos a un extranjero que aquí nos reímos de la gente por hablar bien en inglés, y no al contrario.
La prensa internacional se ha hecho eco de Pablo Motos, quien sin salirse de su tónica habitual ha entrevistado a Sofía Vergara con motivo del estreno de Griselda, serie que protagoniza junto a Karol G. La actriz colombiana ha hecho gritar gol a todo Twitter por despachar las preguntas de Motos, siempre incisivas y al filo del interés general, como cuál es su color de pelo natural, con respuestas cortantes y airadas contestaciones con el ceño fruncido. Por lo visto, el afán de censura del presentador de El Hormiguero ha provocado un efecto Streisand de proporciones bíblicas y medios como Pop Base y el Daily Mail han publicado artículos al respecto, señalando que Motos se reía de ella por su acento. Y ojalá, pero era más bien al contrario.
Que sea una actriz de Hollywood la que haya sacado los colores a Pablo Motos no es de extrañar, porque una española que haga lo propio se cierra las puertas del mayor espacio promocional que hay en la televisión. Facu Díaz inició un Me Too hablando sobre cómo su productora se dedica a llamar a los cómicos que hacen chistes sobre él, al que se sumaron varios cómicos y guionistas. Aquí todos son conscientes del poder que tiene, pero, al igual que lo de las coñas prosaicas con la pronunciación del inglés, no deja de ser algo que más allá de nuestro país no tiene validez ni jurisprudencia. A Sofía Vergara le da exactamente igual quién sea Pablo Motos, porque este no puede sabotear su carrera ni aunque dedique todos sus esfuerzos a hacerlo, por lo que puede incendiar El Hormiguero con él dentro si quiere. En España, el circuito mediático es muy endogámico y limitado a un par de grupos empresariales, por lo que en la correlación de fuerzas él siempre está por encima. Es el reichskommissar de la dictadura de los focos.
La protagonista de Griselda salió de aquel plató sin tomar rehenes y poniendo a todo el equipo de Pablo Motos en Defcon 1 una semana más. Otro golpe, esta vez de escala internacional, a uno de los últimos bastiones de la España cañí, al reinado del terror del abusón de clase y a reírle las gracias a tipos que ya no la tienen, y me atrevería a decir que no la han tenido nunca. Lo que nadie se pregunta es que no tenga la misma audacia cuando Hollywood pisa El Hormiguero con las botas de Rusell Crowe o de Will Smith. Porque la respuesta está clara.