Uno de los problemas más graves que tiene nuestra sociedad actual es el de la soledad, aunque solo dos países han reaccionado creando un Ministerio que se ocupa de intentar solucionarlo: Reino Unido y Japón.
Resulta curioso pensar que en España, que siempre ha tenido la fama de ser un lugar acogedor, enormemente social, donde hacer amigos resulta tan fácil, el 20% de la población, según el Observatorio Estatal de la Soledad No Deseada, sufre de soledad; y es una cifra que sube al 25% entre jóvenes de edades comprendidas entre los 16 y los 29 años. Luego parece que la situación mejora, y vuelve a agravarse a partir de los 75 años y mucho más a partir de los 80. En general son las mujeres quienes más sufren de ello, tanto en la juventud como en la edad avanzada. Y, según los estudios del Observatorio, la soledad es más intensa en ciudades de mediano tamaño que en grandes ciudades o pueblos rurales.
No hay que olvidar que en nuestro país hay dos millones de personas que viven solas y se calcula que en 2039 serán ocho millones. No es automático sentirse solo por vivir sin compañía, pero estamos haciendo una sociedad en la que la dificultad de entablar amistades, reunirse y tener un grupo de amigos lo suficientemente numeroso para poder variar y ofrecerse ayuda mutua es cada vez más alta.
Se habla mucho de que, antiguamente y sobre todo en pueblos y ciudades más pequeños, la gente se reunía a diario: al ir a comprar el pan por la mañana te encontrabas con otras vecinas, o en la fuente, o haciendo cola en la carnicería, o en los bancos de la plaza, o sacando unas sillas a la puerta de la casa para tomar el fresco, o invitando a una cuantas personas a asar castañas o a compartir un melón.
Ahora, todo el mundo compra rápido y sin contacto con nadie en los supermercados e hipermercados; los pisos son cada vez más pequeños, ya no cabe un grupo de amigos, la sala de estar (el “salón” como lo llaman en los anuncios de las inmobiliarias, aunque tenga quince metros cuadrados) está colonizado por un sofá enorme y un televisor aún más grande; los parques apenas tienen sombras donde apetezca sentarse porque debajo hay aparcamientos; es muy difícil encontrar bancos públicos donde reunirse a charlar porque en casi todas partes los han retirado para incitar al consumo. Si quieres sentarte con unas amigas a hablar un rato, tienes que irte a un bar y pagar, aunque solo sea un café. Y con un café no puedes pasar dos horas de conversación, porque te echan.
Los jóvenes no encuentran actividades gratuitas donde relacionarse con gente de su edad y, por la razón que sea, hemos montado una sociedad donde lo intergeneracional casi no existe. Nadie habla, ni debate, ni se ríe con personas que estén unos años por debajo o por encima de uno mismo. Los viejos se reúnen con otros viejos y los jóvenes con otros jóvenes.
Según las estadísticas, solo en la época que va de los treinta y pico a los sesenta y pico la soledad se amortigua -seguramente porque en esa fase, si uno está en el mundo laboral y tiene hijos, no le da tiempo ni a sentirse ni solo, ni a sentirse de ninguna otra manera: con sobrevivir tiene bastante.
Las nuevas tecnologías nos ofrecen un simulacro de compañía y, para algunas personas, durante algún tiempo, es bastante, pero antes o después llega el momento en que te das cuenta de que para tu vida cotidiana, para tu día a día, te vas quedando cada vez más solo, y la soledad lleva a la tristeza, muchas veces a la depresión, a la falta de sentido. Cuando uno se pasa días sin hablar con nadie, sin reírse de nada, sin que nadie te dé un abrazo o te toque de ninguna forma, sin que nadie te haya dado la razón o llevado la contraria, o propuesto una idea de algo que hacer, de un lugar adonde ir, antes o después tu cerebro se va apagando y, en nuestra sociedad tan desarrollada, la solución pasa por los fármacos que te animan, que combaten la tristeza y la depresión, que te ayudan a dormir sin darle vueltas a tu vida, a la falta de futuro que cada vez te ataca con más fuerza, especialmente si ya no tienes a nadie que te quiera y a quien querer, a nadie que te dé un beso y te anime, que te diga que todo se arreglará.
Las personas que están en esa franja de edad en la que la soledad es menor no piensan que las generaciones de sus hijos y de sus padres están pasando por ese sufrimiento. Ya tienen bastante con trabajar, ganar dinero para atender a todas las necesidades de la familia, ir al gimnasio porque es fundamental hoy en día estar fuerte y resultar atractivo, cuidar las relaciones sociales profesionales que pueden ayudarte en tu carrera, ver las series de moda, viajar a los lugares que hay que haber visto y volver cargado de fotos para probarlo. La prevención y el alivio de la soledad, piensan, es cosa de asistentes sociales, de psicólogos, de profesionales de algún ramo. Ellos no tienen tiempo, ni interés, ni casi se dan cuenta de que existe. ¿Cómo se van a dar cuenta si, con la vida que llevan, están deseando quedarse solos un rato y que los dejen en paz?
Pero, aunque hayan olvidado cómo se sentían durante su adolescencia y ahora estén tan ocupados que no les da tiempo a pensar en ese problema, esos treinta años de vida laboral pasan deprisa, se llega a la jubilación y, de repente, todas las relaciones sociales derivadas del trabajo que ejercías desaparecen, porque no eran amigos, eran compañeros de equipo, o compañeros de trabajo, o subalternos para los que tú no eras más que el jefe, y ahora hay otro más joven, con otras ideas, y tú estás fuera, estás solo, como estuviste siempre, aunque no te hubieses dado cuenta.
La soledad (me ahorro lo de “no deseada”) es una plaga que se extiende en silencio y que cada vez nos afecta más, a todos, no solo a la gente muy mayor, o a las personas con discapacidades o con una orientación sexual no mayoritaria, como se desprende de los datos del Observatorio. Hemos consagrado todo nuestro tiempo y nuestro esfuerzo a hacer dinero -ni siquiera para nosotros, sino para grandes empresas que quieren todo nuestro rendimiento-. No nos da tiempo a cambiar la sociedad, a decir que no nos gusta así, que queremos otra cosa. Preferimos tomar pastillas para soportar lo que hay, en lugar de concentrar nuestros esfuerzos en propiciar un cambio. Es un círculo perverso: como nos sentimos solos, no podemos comenzar un cambio porque no tenemos con quién comentarlo, en quién apoyarnos para sumar esfuerzos, y la sociedad sigue adelante escupiendo a todo el que no se adapta, y cada vez estamos más solos.
Habría que ofrecer posibilidades para que la gente de todas las edades pudiera reunirse, emprender proyectos comunes, trabajar juntos, bailar, reírse, hacer excursiones, organizar visitas a personas que ya no pueden salir, hacer grupos de lectura en voz alta, de amantes de la música, cine clubs (algo que en mi adolescencia permitía que nos reuniéramos mucha gente de distintas edades para algo que estimulaba la mente, y que ahora se ha perdido), grupos de baile, de teatro, de juegos de mesa... Tenemos que inventar ocasiones de que las personas se reúnan, contrasten opiniones (a través del debate civilizado, no eso que ahora se lleva tanto de “pues es mi opinión” y basta, sin argumentar, sin tratar de intercambiar ideas y puntos de vista), se puedan reír juntas.
Si perdemos ese tren, pronto tendremos una sociedad de personas muy longevas (porque los progresos de la medicina son impresionantes) vegetando en sus salas de estar o en residencias de mayores, atendidas por robots. Personas a las que nadie visita nunca, mirando embobadas una pantalla en la que todo es falso, pero de muchos colores, y lo que sucede allí no tiene relación con su vida y ya no lo entienden ni les importa. Una vida muy larga que ya no merece su nombre.
Esa persona podría ser usted, o yo, o cualquiera de los políticos que están ahora en la cresta de la ola y se creen eternos, que no tienen tiempo para pensar en este tipo de problemas e intentar resolverlos, que se creen que siempre van a ser tratados y atendidos como ahora que tienen un cargo público. A veces conforta un poco pensar que también ellos sentirán esa soledad que ahora sienten millones de conciudadanos, pero la verdad es que no sirve de nada y no ayuda a mejorar la situación.