La portada de mañana
Acceder
Mazón intenta reescribir su agenda de las horas clave del día de la DANA
Casa por casa con Cruz Roja: “Trabajé en dos tsunamis en Filipinas y esto es parecido”
Que la próxima tragedia no nos pille con un gobierno del PP. Opina Isaac Rosa

Soledad

18 de abril de 2022 22:25 h

0

El febrero pasado el gobierno de Japón decidió crear un Ministerio de la Soledad, ya que la cifra de suicidios había aumentado en 750 anuales. En 2020 fueron 21.000 las personas que se quitaron la vida, muchos de ellos jóvenes, y también muchas mujeres. Al parecer la principal causa de esos suicidios fue la soledad, obviamente la “soledad no deseada”, como se la llama ahora en un alarde de falta de imaginación.

El problema de la soledad, por desgracia, no es exclusivamente japonés. Ya en 2018 en el Reino Unido se creó una Secretaría de Estado de la Soledad, después de que las encuestas dejaran claro que cientos de miles de británicos pasaban hasta cuatro semanas sin hablar con nadie y esa soledad redundaba en depresiones y, en último término, suicidios.

En España tenemos la sensación de que la cosa no es tan grave, a pesar de los 3.941 suicidios que se registraron en 2020, porque en nuestra sociedad es normal pegar la hebra con unos y con otros en cuanto salimos de casa para desayunar en un bar o ver un partido de fútbol en compañía o mientras esperamos a que nos atiendan en un centro de salud. Sin embargo, aunque siempre resulta agradable cruzar un par de palabras con cualquier desconocido simpático, no soluciona el problema de no tener a quien contarle nuestras penas y preocupaciones, ni tener con quien compartir nuestros éxitos y alegrías. 

También es muy doloroso levantarse y acostarse sin haber cogido a alguien de la mano, sin haber dado o recibido un beso, sin que nadie nos rasque ese punto en la espalda que tanto nos cuesta alcanzar, sin que nadie nos diga lo estupendo que nos ha salido el arroz, o nos lleve la contraria o nos regale una flor o nos tome un poco el pelo o nos diga que no hay que preocuparse, que todo se arreglará, y nos pase la mano por la mejilla y nos abrace.

¡Es tan importante que nos abracen! ¡Es tan importante tener a quien abrazar!

Cada vez hay más personas que viven solas, sobre todo mujeres, y, aunque en algunos casos es una soledad elegida, en la mayor parte de ellos se trata de una soledad impuesta por las circunstancias. Unas se han quedado viudas, otras se han separado de sus parejas porque la convivencia ya no era soportable, otras no han encontrado a nadie con quien pudieran imaginarse compartiendo su vida. Muchas de ellas han alcanzado una edad en la que ya hasta sus amigas de siempre han ido muriendo y su salud se ha deteriorado tanto que ya no pueden salir y relacionarse.

Suele decirse que los hombres sufren menos de soledad porque, en general, siempre encuentran a alguien con quien casarse, pero también hay hombres que están solos porque no quieren casarse con quien sea, simplemente para tener compañía, hombres sensibles e inteligentes, de todas las edades, que no ven a una mujer como alguien con quien meterse en la cama o una cocinera sin sueldo.

Mientras todas esas personas pueden aún valerse, al menos suelen tener un círculo de amistades con las que viajar, ir al cine, salir de paseo o tomar un café. Muchas tienen también hijos y nietos que van a verlas regularmente, las ayudan a resolver los problemas cotidianos y las mantienen al día del desarrollo del mundo. Pero en cuanto esas personas, tanto hombres como mujeres, llegan a una edad en la que ya no pueden hacer una vida social plena, o se retiran -más o menos voluntariamente- a una residencia de ancianos, la situación se vuelve trágica. Según las estadísticas, el 27% de los habitantes de este tipo de residencias, no reciben nunca la visita de un familiar o un amigo. Su contacto social se reduce a las personas que trabajan allí y que, por mucho empeño que pongan, no pueden sustituir a las relaciones emocionales que se tienen con hijos o amigos íntimos.

Sin embargo, la soledad no es únicamente un problema de viejos y ancianos. Tenemos una increíble cantidad de preadolescentes, adolescentes y jóvenes que se sienten solos hasta el punto de intentar suicidarse y algunas veces conseguirlo. Cada vez hay menos relaciones reales, cara a cara, y más relaciones virtuales. Además, muchas ni siquiera por videoconferencia, donde al menos una puede ver a su interlocutor, sino por escrito o por medio de avatares que representan a quien habla (o lucha, o interactúa del modo que sea), pero no nos permiten saber qué aspecto tiene en el mundo real.

La soledad nos está devorando y va a ser muy difícil conseguir ponerle coto porque, aunque decimos que nos gustaría estar acompañados, el desarrollo psico-social contemporáneo también nos ha entrenado a querernos y mimarnos tanto a nosotros mismos que todo lo que no sea hacer exactamente lo que nos apetece y cuando nos apetece nos parece una constricción insoportable. Mientras somos jóvenes y mandamos sobre nuestra vida y nuestras decisiones (es decir, ni menores de edad ni ancianos) no queremos plegarnos a otras voluntades, ni llegar a acuerdos con otras personas porque no queremos renunciar a nuestros propios deseos, porque nos han enseñado (en las últimas dos o tres décadas) a que nadie tiene por qué ceder en nada. Yo llevo tiempo leyendo la sección de consultorio de varias revistas de distintos países y los consejos siempre son “tú eres lo más importante”, “mímate”, “quiérete mucho”, “no tienes por qué ir a comer a casa de tus suegros los domingos si no te apetece; no es deber tuyo sino, en todo caso, de tu pareja”, “los hermanos lo son por casualidad; si no quieres relacionarte con ellos, tienes todo el derecho de no hacerlo”, “las vacaciones son para disfrutar. Si tu pareja quiere ir a un sitio y tú a otro, no hace falta que vayáis juntos. Luego tendréis mucho más que contaros si viajáis por separado.” Cosas así.

Resulta curioso que luego nos extrañe habernos quedado solos, cuando hemos ido rompiendo los vínculos con la familia, o con amigos porque alguna que otra vez quieren algo de nosotros; cuando hemos decidido voluntariamente no tener hijos porque “te destrozan la vida con sus exigencias de tiempo, dinero y energía” (no me refiero aquí a las personas que han tenido problemas de salud o que, por cuestiones económicas no pueden permitirse tenerlos, o por cuestiones éticas han decidido no hacerlo. De esto hablaré en otra ocasión), cuando, por miedo, no se sabe bien a qué, no hemos aceptado comprometernos con alguien para lo bueno y para lo malo. Sé que suena reduccionista, que hay muchos más casos, y causas y orígenes para esta terrible soledad que se va extendiendo por nuestras sociedades modernas y que hace que aumente el riesgo de enfermedades cardiovasculares casi en un 30% y que se doble el riesgo de contraer Alzheimer. Estas líneas no tienen más pretensión que encender una pequeña linterna y dirigirla hacia un problema que afecta a muchos de nosotros y que cada vez afecta a más.

No puedo dar soluciones, por desgracia, pero sí quiero sugerir que seamos más amables unos con otros, que estemos más dispuestos a transigir, que no nos olvidemos de que los niños y los jóvenes necesitan contacto humano, no solo virtual, igual que los mayores; que los ancianos necesitan también que los abracen y tener alguien a quien contarle sus angustias, que las personas que viven solas, por muy bien que estén, pueden llegar a sentir que la soledad es una losa que los aplasta cada vez que se van solas a la cama y se levantan solas y desayunan solas. Me atrevo a sugerir que nos abracemos más, que nos toquemos más (y no hablo de sexo), que charlemos más con conocidos y desconocidos, que volvamos a relacionarnos con personas de varias generaciones, no solo de la nuestra. Así es como en el pasado conseguimos progresar y desarrollarnos como sociedades, hasta el momento presente en el que, cuando hay una familia de cuatro en una mesa, cada uno está concentrado en su móvil, envidiando lo que ve a través de la pantalla, sin valorar lo que podría tener allí mismo, al alcance de la mano.