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No es solo Carrero Franco

Hendaya (Francia), 23/10/1940.- Adolf Hitler y Francisco Franco se entrevistan en la estación de tren, en presencia del Embajador español en Alemania, general Eugenio Espinosa de los Monteros (centro) y de un interprete./ EFE

Carlos Hernández

“Perderéis como en el 36”, anunciaba en El Mundo, la pasada semana, un amenazante Sánchez Dragó. “El pucherazo del 36”, titulaba Jiménez Losantos su artículo justificando el golpe de Estado franquista y la posterior dictadura. “Vienen a por nosotros, exactamente igual que en el 36 nos vinieron a buscar para asesinarnos en las cunetas”, remataba Salvador Sostres en la radio episcopal, haciendo un ejercicio perfecto de revisionismo franquista. Si los revisionistas alemanes niegan la existencia de las cámaras de gas, los nuestros no se quedan atrás: convierten la República en dictadura, el franquismo en democracia y hasta se atreven a intentar apropiarse de esas “cunetas” en las que yacen los más de 100.000 hombres y mujeres a los que sus abuelos asesinaron por haber defendido la libertad.

Cada día que pasa son más los periodistas, historiadores, fiscales, jueces y políticos españoles que deciden salir a la calle vistiendo la camisa azul con el yugo y las flechas grabados en color rojo sangre. Hasta ahora, la mayoría de ellos, la tenían escondida en su armario, protegida con una sobredosis de naftalina. Los domingos, al volver de misa, del fútbol o de tomar el vermut, se encerraban en su dormitorio y se la enfundaban para confirmar, satisfechos ante el espejo, lo bien que les quedaba esa indumentaria marcial. El orgullo que sentían en esos breves instantes, se tornaba en tristeza al saber que no podrían volver a lucirla públicamente.

Ahora, por fin, todo ha cambiado y el azul fascista, ligeramente teñido para guardar unas mínimas apariencias, vuelve a estar tan de moda que ya no resulta una vergüenza exhibirlo en los juzgados, las radios, los periódicos y hasta en el propio Parlamento.

Los “padres” (no hubo madres, lamentablemente) de la Transición se dividieron entre franquistas reconvertidos y demócratas temerosos de que cualquier paso demasiado avanzado provocara un nuevo golpe de Estado. Aquellos políticos monárquicos, centristas, socialistas y comunistas pensaron que el objetivo, la democracia, bien valía pagar cualquier tipo de peaje. Los hijos del “Generalísimo” exprimieron la fuerza de sus pistolas y lograron que se despreciara a las víctimas de la dictadura, se otorgara impunidad y privilegios de todo tipo a sus verdugos, se olvidara a quienes murieron o aún se pudrían en el triste exilio francés por haberse enfrentado al totalitarismo... y, relacionado con todo ello, y quizás lo más grave, consiguieron impedir una revisión oficial detallada y rigurosa de nuestra Historia reciente.

Quizás en aquellos años de sables y plomo, de finales de los 70 y comienzos de los 80, no se pudo hacer mucho más. Lo que es inexplicable e injustificable es que, a día de hoy, no se haya corregido el dislate. Y, lo que es peor, que insistamos una y otra vez en repetirlo. Nuestros ingenuos políticos democráticos creyeron que apaciguarían a la bestia haciéndole todo tipo de concesiones. Paradojas de la Historia, cometieron el mismo error que Francia y Reino Unido, cuando suscribieron el vergonzoso pacto de Munich creyendo que así contentarían a Hitler y evitarían la guerra. Por eso es tan bueno conocer el pasado; por eso no quieren que miremos hacia atrás. Porque si lo hubiéramos hecho durante aquella Transición, habríamos sabido, perfectamente, que es imposible calmar a la bestia.

En estas últimas décadas los hijos y nietos, tanto ideológicos como biológicos, de aquellas multitudes que estiraban el brazo y enronquecían cantando el Cara al Sol, habían permanecido en estado latente. Se tomaban sus vinos en Casa Pepe y hablaban franquista en la intimidad. Públicamente solo saltaban a la yugular cuando alguien pedía Justicia, Historia y Memoria; no podían decir abiertamente que eran franquistas, así que sacaban el manual: “Queréis reabrir heridas”, “hay que dejar de mirar hacia atrás”, “con los problemas que tenemos en España y vosotros hablando del pasado…”. Y así, con la inestimable ayuda de una izquierda acomplejada que se ha negado a dar la batalla dialéctica, histórica e ideológica, han ido resistiendo hasta que los vientos en Europa han vuelto a soplar a su favor.

Hoy estamos a un paso de que ser franquista/fascista sea tan políticamente correcto como no serlo. Son diarios convencionales, radios de máxima audiencia, editoriales de inmaculada reputación los que se utilizan para legitimar la dictadura y justificar sus decenas de miles de asesinatos. Es el presidente del Gobierno el que se enorgullece públicamente de inutilizar la Ley de Memoria Histórica dejándola sin un solo euro de presupuesto; son políticos del partido gobernante los que humillan a las víctimas del franquismo en el Parlamento; son jueces los que se niegan a exhumar los restos de personas asesinadas; son fiscales y magistrados los que, aplicando una ley aprobada por diputados de izquierdas y derechas, acusan y condenan a una joven por hacer un chiste sobre Carrero Blanco.

Lo que le ha pasado a Cassandra es solo un paso más en esa dirección de blanquear el franquismo y criminalizar a quienes combatieron contra él. ¿Se imaginan a un alemán juzgado por aplaudir el atentado contra Hitler de 1944? ¿Es posible que hoy en día una italiana acabe en la cárcel por congratularse del linchamiento de Mussolini? Evidentemente, no.

Creo, sinceramente, que es un error enfocar la defensa de esta tuitera con el argumento de que su actuación era inocente porque “solo era humor”. ¿Y si no lo fuera… qué? ¿Acaso no es legítimo alegrarse de la muerte de Carrero Blanco? Tan legítimo como apenarse porque los conjurados de la Operación Walkiria fracasaran en su intento de matar a Hitler. O como congratularse por el atentado que acabó con la vida del carnicero de Praga, Reinhard Heydrich. O como decir abiertamente que hubiera sido estupendo que ETA, el GRAPO o un paisano de Murcia hubiera matado a Franco en 1970, o mejor aún en 1960. O afirmar sin tapujos que hubiera sido extraordinario que algún guerrillero hubiera hecho saltar por los aires al dictador en 1945.

Solo el miedo, la desmemoria, la Historia adulterada y el acomplejamiento en que vivimos desde la Transición pueden explicar que, decir esto, parezca casi escandaloso. Carrero Blanco era el presidente del Gobierno de la dictadura y su currículum no tuvo desperdicio: formó parte del golpe de Estado que acabó con la democracia, fue uno de los sustentadores de la brutal represión que sufrimos durante 40 años, fue valedor de criminales de guerra nazis a los que protegió tras la guerra para evitar que cayeran en manos aliadas… y era el hombre que estaba llamado a suceder a Franco y a prorrogar su régimen totalitario.

Por esta última razón, especialmente, su muerte fue, sin ningún lugar a dudas, positiva para nuestro país. Hay que decirlo así de claro, sin medias tintas porque es la verdad. Si no damos y ganamos la batalla de los datos, los hechos y la Historia, serán ellos quienes impongan sus mentiras revisionistas.

Lo triste es que, como decía antes, no parece que hayamos aprendido de los errores. El mismo día en que Losantos, Sostres y compañía hacían su defensa cerrada y “argumentada” del franquismo, se presentaba en Madrid el libro Elogio del olvido. Al acto asistieron políticos, periodistas e historiadores marcadamente progresistas. El catedrático emérito de la Complutense, José Álvarez Junco, resumió el sentido del libro, del acto y del ambiente que se sigue respirando en buena parte del centro y la izquierda española: “El exceso de memoria puede detener el avance de las naciones. ¿Es siempre necesario pedir verdad y justicia? Sí, salvo que eso afecte a la paz y a la convivencia en democracia”. No hay más que añadir. Ocho décadas después, seguimos creyendo que seremos capaces de apaciguar a la bestia.

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