Por encima del ruido de la indignación, de la doble moral de algunos sectores de la ciudadanía (que lo mismo defraudan sin rubor que protestan contra las políticas de austeridad) y más allá de la mediocridad de las élites políticas, financieras y empresariales (su espacio tendrán en los libros de Historia), la crisis económica actual tiene sus raíces en un problema de diseño institucional. Tal y como funciona la zona euro, ahora mismo, la moneda única empobrece a los países en dificultad sin las ventajas propias de una unión monetaria.
Las asimetrías entre los diferentes Estados miembros existen, fundamentalmente, porque el capital no circula en la zona euro de manera eficiente. Esto es lo que se espera de una unión monetaria, y sin embargo no sucede así. El crédito bancario sigue segmentado y el ahorro con el que poner a funcionar el sistema productivo existe en abundancia pero no se dirige hacia proyectos de inversión, sino hacia títulos de deuda pública que son percibidos como un refugio en tiempos de crisis (o como mera oportunidad para la especulación). Que Alemania y Francia hayan llegado a pagar intereses negativos por su deuda pública (es decir, han cobrado por pedir dinero prestado…) es síntoma de que algo no funciona como debiera. El sector financiero de la zona euro necesita una mejor arquitectura que evite los excesos que nos han llevado a donde estamos y cuyo funcionamiento eficiente sea fuente de riqueza. Y esa mejor arquitectura pasa por cierto grado de federalismo en Europa.
Sin cierto grado de federalismo tampoco hay políticas presupuestarias que puedan ajustar los desequilibrios internos entre los Estados miembros de la zona euro (en concreto, la corrección de los déficits comerciales), que tienen entonces que corregirse exclusivamente por mejoras en la competitividad. El problema es que para mejorar la competitividad es necesario un mayor esfuerzo en innovación y en formación, algo en lo que la sociedad española nunca ha creído y que probablemente esté directamente relacionado con la mediocridad de nuestras élites políticas, financieras y empresariales. No hicimos ese esfuerzo en época de crecimiento, y no parece que los vayamos a hacer en el contexto actual. La consecuencia es que sin moneda propia, sin políticas presupuestarias federales y sin mejoras en la productividad el ajuste se hace exclusivamente por la pérdida del poder adquisitivo, ya sea reduciendo salarios para mejorar la competitividad empresarial o incrementando impuestos para sufragar el déficit público.
Teóricamente existen otras vías para el ajuste: reducir los márgenes de beneficio, reducir los costes no laborales, o permitir un incremento de la inflación.
Sobre lo primero basta con señalar que entre 2008 y 2010 la riqueza generada de manera conjunta por las corporaciones no financieras y las entidades financieras en la economía española se contrajo un 3,5% pese a lo cual sus beneficios se incrementaron un 9,0% (mientras la masa salarial que corresponde a estas empresas se reducía un 7,9%...).
En cuanto a la reducción de los costes no laborales, ésta tendría que venir fundamentalmente por el precio de la energía y de las materias primas, y no parece que la economía española tenga control sobre ninguna de las dos cosas (tanto menos en cuanto que el sector energético se mueve por principios oligopolísticos ajenos al interés general).
La inflación, en fin, tendría el efecto positivo de hacer más llevadera la carga de la deuda de hogares y empresas, como ya sucedió por ejemplo durante los años 70 y 80, en los que la combinación de préstamos hipotecarios a tipo fijo con inflación creciente y con salarios indexados tuvo por efecto que la inflación pagase buena parte de los créditos inmobiliarios. La otra cara de la moneda es, sin embargo, que una mayor inflación corroería todavía más nuestro mermado poder adquisitivo.
Así las cosas, es natural que los ciudadanos nos preguntemos si tiene sentido mantener el euro. ¿Para qué seguir nadando en el mar de la austeridad si vamos a terminar por ahogarnos en las playas de la miseria? Esta pregunta da pavor a las élites políticas europeas, incluida la española, porque completar el entramado económico europeo pasa necesariamente por regular el sector financiero y repensar los ingresos y los gastos públicos en clave federal. Y eso supone, además de una tarea para la que muchos no están preparados (especialmente aquellos que no conocen más mundo que el que han visto desde la ventanilla del coche oficial), una merma de poder en su hacienda particular. Entender la crisis únicamente como un problema de control del déficit público y afrontarlo en términos nacionales es no haber comprendido nada. Ni el sistema económico europeo actual funciona ni la alternativa puede ser esperar a ver qué pasa, deshojando la margarita de un rescate que no sabemos si será bueno o malo o todo lo contrario.
La desaparición del euro tendría un coste económico, político y social enorme, por eso es poco probable que ocurra (a menos que Europa saque a relucir una vez más esa capacidad autodestructiva tan nuestra). Lo lamentable es que los líderes europeos actuales no parecen creer verdaderamente en un proyecto común. Al menos no en el mismo proyecto en el que creían Jacques Delors, François Mitterrand, Helmut Kohl, Felipe González, Giulio Andreotti… Tenemos el euro, sólo nos falta todo lo demás.