La democracia, de por sí, como sistema, no garantiza la igualdad de género. Tampoco la paridad garantiza nada per sé. Sin embargo, nadie puede negar que, dentro de un sistema democrático, la meta de la igualdad entre hombres y mujeres es imprescindible y que, desde esa lógica, la composición de los gobiernos debería ser siempre en paridad. No como un gesto hacia las mujeres sino como parte del derecho a la representatividad que tenemos la mitad de la población. Sin embargo, hasta el momento, depende de la voluntad del Presidente de Gobierno (por ahora siempre varones) dejarse llevar por esa regla a la hora de elegir a sus ministras y ministros.
Cuatro décadas después de aprobarse nuestra Constitución, la realidad es que solo cuando la ley obliga se respetan (de aquella manera) las cuotas de paridad. Las mujeres seguimos siendo las grandes ausentes de los lugares donde se tejen y se toman las decisiones ejecutivas, legislativas y judiciales de nuestro país. Espacios clave para la higiene democrática como estos, están vetados a quienes no responden a un perfil: el de un hombre, blanco, hetero y cis. La conclusión no puede ser otra: la democracia también puede ser patriarcal. De hecho, lo es.
Como dato ya sabido basta recordar que, aún bajo obligación legal, no ha sido hasta esta legislatura cuando nuestras Cámaras han alcanzado (por la mínima) el listón de la paridad. Diecisiete años después de la reforma la ley electoral que garantizaba una representación mínima de mujeres (40%) en la vida política, su presencia en el Congreso y el Senado es, por primera vez y a la baja, paritaria: el 39,4% y el 40,7%, (respectivamente).
Al igual que se equivocan quienes piensan que la mujer tiene satisfecha su necesidad de participación en la vida política ejerciendo su derecho a votar y todo lo que va más allá es ambición personal, también se equivocan quienes creen que bastan instituciones paritarias para erradicar el sexismo y el machismo. Esta representatividad proporcional no es suficiente, y no lo es mientras sigan siendo hombres quienes distribuyen la paridad y fijan las reglas de cómo, cuándo y quién debe ocupar uno de esos “sillones de decisión”. Los fallos de representatividad que dejan a las mujeres fuera no solo se corrigen con paridad, que también.
Son los cambios cualitativos que protagonizan las mujeres cuando logran zafarse de la tutela de los hombres los que resquebrajarán los pilares de esa cultura patriarcal que rigen en nuestras instituciones democráticas y que, de primeras, tienden a cerrar las puertas a las mujeres a no ser que vengan de la mano de alguien, de visita, con una escoba o a tomar nota.
El tema de la paridad va más allá de dar más o menos poder a una mujer. Esto es algo que se puede ver en los Ayuntamientos (llamados) del cambio. El tema de la paridad es un primer paso, pero de lo que se trata es de no impedir que las mujeres que lo desean puedan llegar al poder sin permisos ni padrinos y, sobre todo, sin peajes. De poco sirve la paridad en los puestos de poder si a cada paso que da una mujer tiene que pelear hasta dejarse la piel, unas veces para demostrar que está a la altura de la responsabilidad, otras para protegerse de la violencia machista que la cuestiona por delante y por detrás, y las más para poder establecer otros modos de relación que no se basen en el control y en la dominación. La paridad en un sistema patriarcal de hacer política es pan para hoy y hambre para mañana. De hecho, si cogiéramos perspectiva, la pregunta sería, a diferencia de los hombres, ¿cuál ha sido la trayectoria política de las mujeres que formaron parte de los gobiernos paritarios?
Solo a través de formas no capitalistas de hacer política será posible tejer de abajo a arriba la equidad y la igualdad que se busca con la paridad. Cuando la economía no ocupe el lugar central que deben ocupar las personas y sus necesidades, el empoderamiento de la mujer y de aquellas personas relegadas por su raza, su orientación, su identidad, su clase social… dejará de ser una concesión del líder, dejará de ser caridad. La paridad no es un techo, sino que es una de las baldosas de un suelo sobre el que se tienen que fundar una sociedad que destierre las violencias de género y que no castigue la disidencia. Sin este cambio de mentalidad, que nadie se engañe, la paridad solo será un viaje de ida y vuelta hacia ninguna parte, necesario pero no suficiente.