Solo en la ruptura hay esperanza
No escribo sobre estas anómalas elecciones, originadas por negarse Sánchez a aceptar el resultado electoral y pretender imponer al electorado su gobierno en solitario y condicionado totalmente por el poder financiero y muchos medios de comunicación. Son días de ruido para confundir, como lo serán las semanas siguientes. Objeto a esta España que sale en las televisiones y medios estatales, no puedo aceptarla del mismo modo que ella no me acepta a mí.
Un amigo que lo apostó todo al sueño de una España democrática, diversa e incluyente me dice que está desolado. Mi caso es peor, me veo en la posibilidad de ser ilegalizado. Los partidos estatales debaten con naturalidad ante millones de españoles la posibilidad de devolvernos a la ilegalidad a personas que no compartimos la ideología, el proyecto y los intereses del centralismo y del nacionalismo español. A muchos efectos nunca me vi completamente en la legalidad, o mis derechos nunca estuvieron completamente reconocidos, pero eso no era tan grave cuando se tiene la esperanza de que las cosas pueden mejorar.
Disentí y disiento del relato de la Transición, no fue un pacto entre franquistas y antifranquistas. Fue aceptar unas condiciones que impuso este Estado fundado por los militares y redactadas por el Ejército, los cuerpos del Estado y el poder económico tradicionalmente parasitario que se consolidó en el franquismo. Un proceso conducido por los EE UU que ya tenían ocupado militarmente el territorio español. Creo que se equivocó Carrillo y la dirección del PCE, así como el PSUC y Tarradellas volviendo del exilio sin más garantías que la palabra de Suárez, finalmente defenestrado por el Ejército, el Borbón y todos los poderes. No es lugar para recordar los condicionantes y circunstancias de la época, así como sus límites y posibilidades pero, viendo a lo que hemos llegado, creo evidente que asumir aquella Transición fue un error.
Al asumir aquella “Reforma democrática” del Estado no solo se aceptó, sino que también se legitimó, y hubo que asumir la propaganda y el autobombo de “la democracia que nos hemos dado”.
Todos estos años en que se estigmatizó lo que no cupiese en ese consenso de la Reforma y se creó una imagen idealizada de una España europea y moderna para el consumo interno han creado nuevas generaciones que no han conocido otra cosa y forzosamente tienen que identificarse con lo que hay. Quienes vivieron el franquismo y lo negaron tuvieron que crear un sueño, “otra España”, construido con retales de relatos diversos, las reivindicaciones obreras, el regeneracionismo europeísta, las reivindicaciones de las naciones dentro del Estado, el republicanismo... Aquello fue liquidado con los pactos de la Transición y se firmó la monarquía y su bandera, y se aceptó este Estado como uno democráticamente viable. Como si el franquismo no fuese la savia que recorría, y recorre todavía, instituciones como el Ejército y la Policía, la Justicia y el entramado institucional y humano del Estado. Que el franquismo tuvo su continuidad incluso en términos biológicos no lo tapa sacar los restos del Caudillo del Valle de los Caídos.
Quienes no conocieron esa otra patria que soñó el antifranquismo, esa “otra España”, no tienen otra realidad que la existente. Pero una cosa es la nación y otra el Estado. España no es y nunca fue una nación en el sentido del Estado-nación homogéneo, la única posibilidad de ser nación en un sentido amplio sería reconociendo su diversidad nacional interna y conformándose en un Estado federal o confederal incluyente mediante pactos. No pretendiendo imponer a su diversidad la plantilla que le interesa a los intereses de la corte, ese esquema radial del AVE que solo responde a los intereses de una casta cortesana parasitaria.
El Estado español es cada día más fuerte, porque nos quita poder a la ciudadanía, pero no existe un proyecto de nación. Porque a los reinos y estados autoritarios les bastan las instituciones para mantenerse, pero las naciones las construyen las ciudadanías por decisión libremente y la prueba de que España no es una nación sino una finca propiedad de una oligarquía parasitaria y extractiva está en que garantiza la pervivencia del Estado por el uso de la violencia y la ocupación de territorios por la fuerza. Sea Euskadi, Cataluña o quien decida vivir en libertad.
Si desde dentro del PSOE hubo en algún momento el debate o la posibilidad de concebir un proyecto colectivo plurinacional, hoy es la garantía de este Estado cada día más reaccionario. Y fuera del PSOE tampoco veo voces intelectuales que se atrevan a defender algo así. Los debates se mantienen dentro de los límites asfixiantes del españolismo que va de energúmenos fascistas a gobernantes autoritarios, a un lado queda únicamente un silencio que aturde.
La Transición era esto, y las posibilidades democráticas que pudo haber las fueron cerrando una a una de un modo planificado desde hace diez años. Los gobiernos, el Tribunal Constitucional y el Supremo han venido revisando y corrigiendo la legalidad y la propia Constitución echándonos fuera a quienes pretendemos ejercer los derechos democráticos como ciudadanía sin miedo. En España manda el miedo y cada día nos recuerdan que nuestra normalidad es la posibilidad de recibir la visita de la policía o la denuncia de la Fiscalía y la Audiencia Nacional.
En 1971 el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, cerró y dinamitó literalmente, como una forma de visualizar un asesinato, el periódico “Madrid” porque emitía una tímida disidencia. Tan interconectada y confusa es hoy la relación entre poder judicial y ejecutivo y tan parte son de un mismo cogollo de poder cortesano autoritario.
Nadie habla de república y está prohibido ya hablar de autodeterminación, la ley mordaza y la amenaza policial sobre la vida civil cada día es mayor. Un amigo está desolado y yo no sé que decir que no sea que en esta España hay que seguir siendo antifranquista y que ahora, como en 1975, solo hay esperanza en la ruptura democrática.