En las últimas semanas he argumentado en estas páginas que lo que llamamos “problema de la vivienda” es en realidad un conflicto sobre el reparto de la riqueza. Y es que la vivienda es el principal activo donde se “guarda” la riqueza en el mundo y es uno de los pocos y más rentables vehículos para invertir que tienen las familias. Y ¿por qué se ha vuelto así de rentable? Porque en el siglo XXI las ciudades son la principal fuente de riqueza de los países.
Y en mi artículo anterior comparaba las ciudades con la industria, pero hay una comparación mejor: las ciudades son al siglo XXI lo que los recursos naturales fueron a los países en los siglos XIX y XX.
Solo que estos recursos ya no son “naturales” sino que son creados por la propia sociedad en su sentido más amplio: con el acuerdo y la colaboración de muchas personas e instituciones distintas.
Así, hemos constatado a lo largo de varios artículos que los ingresos que le genera el alquiler de vivienda a sus propietarios no provienen en realidad de la actividad que desarrollan los rentistas, sino que son una forma de expolio de la riqueza que producen las ciudades.
Es exactamente igual que si en España hubiéramos descubierto en los años 70 unos yacimientos de petróleo y, en lugar de poner sus dividendos al servicio de toda la sociedad, hubiéramos repartido a cada una de las familias de entonces unas licencias para extraer un poquito de petróleo y venderlo.
Y mientras no hubo más familias, o mientras todavía se podían comprar licencias de ese yacimiento a un precio razonable, aquello igual parecía una excelente idea. Pero hoy resulta que para que unos sigan ganando dinero con el “petróleo” que produce el alquiler, otros tienen que comprarlo. Y se produce una situación de desigualdad insostenible.
¿Cómo arreglarlo? La solución a un problema de reparto de la riqueza no puede ser habitacional: tiene que ser financiera. Podríamos hacerlo, quizás, como lo hicieron los países que mejor supieron ordenar los dividendos de sus recursos naturales: como Noruega.
Noruega era un país pobre, agrario, con una de las tasas de analfabetismo y mortalidad infantil más altas de Europa cuando en 1969 alguien encontró petróleo frente a sus costas. Para no dilapidar aquél hallazgo y “para que la riqueza petrolera beneficie tanto a las generaciones presentes como a las futuras”, los noruegos constituyeron un fondo que en la actualidad es el fondo soberano más importante del mundo, con 1,4 billones de dólares en activos. Algo así como el PIB de España en un solo fondo de inversión de un país con cinco millones de habitantes.
Además de ser uno de los actores que están liderando la inversión sostenible -con muchas comillas- en el mundo, el GPFG, que es como se llama este instrumento, se plantea como una forma de inversión colectiva de un bien común, como es un recurso natural.
Y esta idea que ha funcionado con excelentes resultados se podría replicar para distribuir la riqueza que generan las ciudades. Un fondo que recibiera, como le ocurre al GPFG, una parte de los impuestos que pagan las empresas que extraen valor de las ciudades -como el alquiler de pisos, el alquiler turístico, los taxis, los hoteles, las inmobiliarias y los establecimientos que operan en la ciudad-, que cobrara también una tasa por las licencias que permiten disfrutar de la ciudad, como son las licencias de vivienda y que pudiera operar directamente negocios rentables para contribuir a su resultado anual.
Este fondo podría servir para invertir en servicios públicos, como hacen en Noruega, y quedarse ahí. Pero podría ser también una suerte de nueva herencia universal.
Verán, varios autores han defendido que, para acabar con la desigualdad intergeneracional y crear una verdadera igualdad de oportunidades para los más jóvenes, es necesaria una herencia universal donde una parte de las herencias de las personas que fallecen se mutualicen en un fondo común que se reparta entre todos los jóvenes y no solo entre quienes iban a heredar de sus padres.
Con estos fondos, esos jóvenes pueden tomar decisiones en los primeros años de su vida que impactarán el resto de su biografía: desde comprar una casa hasta estudiar fuera de su país.
La generación de nuestros padres y nuestros abuelos tuvieron el privilegio de tener una enorme herencia universal en forma de reparto del suelo urbano. Entre 1960 y 1990 se construyó en Europa aproximadamente el 50% de todo el stock actual de vivienda. Así se dio casa al aluvión de trabajadores que iban a componer una incipiente clase media de la cual somos fruto los jóvenes y no tan jóvenes de la actualidad. Este fue quizás el ejercicio de construcción de ciudadanía más importante de la historia.
Pero ahora no podemos dejar a las siguientes generaciones fuera de esa inmensa renta universal y no hay más suelo que repartir –salvo que cambiemos radicalmente la configuración de las ciudades para construir en altura–.
Un fondo que repartiera los beneficios de las ciudades y al que pudieran acceder como accionistas los más jóvenes –con criterios de renta, edad y de patrimonio, exactamente igual que se hizo cuando se repartieron millones de casas de protección oficial en los 70 y los 80– daría una oportunidad a estos jóvenes y a las clases más pobres de invertir en un fondo soberano colectivo.
Y tendría otra virtud, y es que se podría ofrecer a los propietarios de casas la permuta de las viviendas por acciones del fondo, de manera que los ayuntamientos podrían tener, de una vez por todas, un parque público de vivienda y las familias, un vehículo de inversión que no fuera el expolio del alquiler.
Y tendría otra virtud aún mayor, y es que consolidaría la idea tan importante de que hay que invertir en el futuro de todos, en común. Porque es una falacia y una ficción que cada uno de nosotros, por separado, comprando un pisito y alquilándolo a algún pobre desgraciado que no tiene para la entrada, vayamos a poder salvarnos.
¿Qué te parece esta idea? ¿Cambiarías tu casa por unas acciones de un fondo de tu ciudad?