Hay quienes consiguen abrigarse con mitos y mantenerlos durante décadas. El campo es uno de esos sectores. Un buen día, el mito comienza a resquebrajarse. Crack y la disonancia cognitiva nos asalta. “El campo clama”, “el campo se alza”, escuchamos. La metonimia es la figura retórica de estos días: el campo como gran contenedor que suscita una adhesión intuitiva. Para la mayoría urbana de nuestro tiempo, el campo es un bien a proteger, el último reducto que puede redimir a los pecadores de la gran ciudad. Las reformas agrarias forman parte del mito: jalonaron la historia del verdadero reformismo que estaba con los de abajo en los siglos XIX y XX. La tierra para quien la trabaja, se gritó en la revolución mexicana. Tierra y libertad, también en España, con la II República. El campo es el lugar duro del que tanta gente ha emigrado en busca de comodidades urbanas; en el campo quedaron los pobrecitos, los inocentes de los que más se abusaba, Milana, bonita.
De repente, coincidiendo con las elecciones europeas, el viejo continente recibe una andanada del “campo” cuestionando las políticas medioambientales. Y tenemos que resetear el mito: en el campo hay jornaleros, empresarios, terratenientes y aristócratas; hay ingenieros esforzados y migrantes ilegales que no están cortando carreteras: por mucho menos serían despedidos o deportados. En el campo hay agricultores que han sacado con sus manos las esparragueras del lodazal tras un temporal; también hay gente que especula con el arroz en los mercados de futuros: no olvidemos que una de las primeras crisis financieras modernas fue causada por la especulación con tulipanes en el siglo XVII.
Nadie quiere líos, la caravana de tractores recorriendo la Diagonal de Barcelona genera imágenes vistosas, y eso es lo importante en la economía de la atención: todo el mundo está mirando. Las tractoradas han conseguido de momento mayor tolerancia con sus pesticidas y sus emisiones de gases de efecto invernadero. Entonces la metonimia bucólica del campo, como gran fuerza de conservación, comienza a revelarse en su verdadera esencia. Desde el neolítico, nada ha transformado tanto la naturaleza como la agricultura y la ganadería, nada ha constituido una explotación más sistemática. Tengámoslo claro: el campo es una cosa, la naturaleza es otra.
Conviene pensar quién reivindica qué y cuánta razón tiene. La Política Agrícola Común consume más de un tercio del presupuesto europeo. “El campo” ni siquiera pide más ayudas; se quejan de la carga burocrática del papeleo: colapsar las principales carreteras y capitales europeas parece desmesurado. Sin embargo, los tractores galopan a cuatro meses de las elecciones, porque la ultraderecha ha encontrado la veta que le permite incidir en su ideario: caos, deslegitimación, antieuropeísmo.
Lo primero, el caos: sobrevuela el fantasma del desabastecimiento. Se han dado situaciones en las que guardias civiles y policías se ven desbordados por los manifestantes. La paciencia de los ciudadanos se va colmando. Nadie sabe cuándo ni cómo acabarán las protestas: esa incertidumbre constituye un factor esencial del desorden, como ya ocurrió con los camioneros. Lo importante no son las reivindicaciones concretas, sino instaurar el estado de protesta. Generar sensación de desgobierno, de resistencia a cambios rápidos que la gente no puede digerir.
Dos, la deslegitimación. La ultraderecha crece fomentando una narrativa de oposición entre instituciones y pueblo. Van al Congreso para socavarlo, acusan de golpista a un Gobierno elegido en el Parlamento. Luego agitan la calle para que se entienda dónde está la verdadera legitimidad: Ferraz, tractores, da igual. Ocurre en la calle pero no es callejero, ni popular, ni espontáneo: es la periferia que ha llegado al centro de la atención con la protesta performativa, la propaganda por el hecho, en términos del anarquismo clásico. Las organizaciones tradicionales se suman para no caer del lado de los que salen deslegitimados por el malestar.
En tercer lugar, el antieuropeísmo. La Política Agrícola Común encarna la maldad de Bruselas: se habla de las decisiones que toman los 27 ministros como si se tratara del Club Bilderberg. Se pone en circulación el latiguillo del “dogmatismo ambiental”. No es el campo contra la ciudad, sino el nacionalismo contra la UE, el negocio contra las políticas ecológicas. Esta nueva variedad de negacionismo inventa damnificados de la agenda verde, hartos de rellenar formularios. La pandemia puso de manifiesto la necesidad de que Europa disponga de soberanía alimentaria. No podemos, ciertamente, estar en manos de terceros países para alimentarnos. Pero la soberanía no es sólo cuestión de fronteras. Estar en manos de reaccionarios climáticos ha dejado de ser una opción.