La sonrisa de mi matrona

15 de febrero de 2021 00:53 h

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Ayer entré por primera vez en el grupo de pre y postparto de mi centro de salud. Han sido muchos los meses y mucha la pelea de las matronas de los centros de salud de la Comunidad de Madrid para poder llevar a cabo estos grupos en remoto. Grupos vitales para el acompañamiento al proceso de cambiar de piel que supone la experiencia de la maternidad y la paternidad. Durante el confinamiento, pensé muchísimo en las recién paridas y las puérperas. Recordaba lo importante que fueron para mí después de mi parto esos grupos de apoyo de madres, de familias, de iguales o más bien, de diferentes. Me recuerdo comparando a nuestros bebés, despelujadas unas, espléndidas otras, ambivalentes todas. Yo, concretamente, asustada porque el mío no cogía peso, diciéndole al matrón que la lactancia a demanda iba a acabar conmigo, cuando lo que quería gritarle es que necesitaba ayuda y apoyo, que no me estaba yendo bien, que no estaba bien. 

Acabé riéndome con otra madre que contestó a mi exabrupto con otro: que los sacaleches los había inventado un señor experto, eso seguro. Una búsqueda rápida en el móvil, con una mano, en la otra los bebés, nos llevó al dato. Efectivamente, lo patentó en un tal O.H. Needham, a mitad del XIX, inspirándose en los extractores industriales de leche vacuna. Un maestro de ajedrez lo perfeccionaría décadas después para simular el instinto de succión de los recién nacidos. Lo del maestro de ajedrez nos hizo reír más aún. Risa floja. Bendita risa floja sin Zoom y sin mascarillas de por medio. Conseguí el apoyo que necesitaba en aquellos grupos, también con amigas, familiares y asesoras de lactancia. Un chat del que formo parte y donde madres afines nos acompañamos y nos orientamos partiendo de nuestra experiencia me ha salvado el culo (y el de mi bebé) en más de una y de dos ocasiones. También allí nos reímos mucho. 

Pero eché de menos un fluido conocimiento intergeneracional. No había caso: la lactancia de la generación de nuestras madres había sido reformulada gracias a Nestlé. Eché de menos a mi abuela Antonia, por mi tía supe que dio de mamar a más de un bebé ajeno allá en los días de posguerra en los patios de la Colonia Moscardó. Nodriza de barrio. Eché de menos a esas vecinas. Al final, establecí mi lactancia y el peso de mi hijo gracias al empuje de una pediatra experimentada, también de nuestro centro de salud. Incluso me reconcilié con el sacaleches, porque hasta ese cacharro del infierno ha sido capaz de reapropiarse el activismo. Ahora pienso cómo será mi próximo postparto sin la presencia física y la cercanía de todas esas personas. Sin las risas. En la estricta intimidad del hogar. 

En el libro Los pequeños (recién publicado por Nórdica) de Marion Fayolle, autora francesa que ya ilustró otro de los procesos vitales más alucinantes a los que se puede enfrentar una persona y que en tanto se parece al puerperio, el duelo, en 'La memoria de las piedras', he encontrado estos días un refugio. Hay procesos que se cuentan mejor sin palabras. Y el de generar un vínculo con un pequeño ser que ha salido de tu cuerpo (no puede haber cosa más surrealista), de ese mismo cuerpo del que se alimentará sólo se puede afrontar a veces, como dice Luna Miguel en el prólogo luminoso del libro, “con el vientre lleno de risa”. Y eso es lo que encontré en el grupo de posparto el otro día, las ganas de reír, de estar cerca, de celebrar sin ñoñerías, de acompañarnos en todo lo incomprensible y lo abismal que ofrece el puerperio. Me costó darme cuenta de qué era lo primero que me había puesto tan contenta de aquella reunión on line. Era la primera vez, la primera vez en este embarazo ya mediado, que veía la sonrisa de mi matrona. Sin mascarilla, me pareció una mujer guapísima, llena de luz. En el doble fondo de las soledades de esta pandemia hay una soledad específica que atender: la de las mujeres embarazadas, los cuerpos gestantes y puérperos. Y nos tenemos que inventar mucha luz para ellas. Para nosotras.