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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Suicidio fake

El otro día leí una esquela en Facebook que resultó ser una nota de suicidio. De un falso suicidio. En el muro de Eme, desde su perfil, se publicó un texto que parecía escrito por una tercera persona con la intención de dar de baja su alma de Internet: “Comunicamos a todas las personas que alguna vez han estimado a Eme su deceso. Por su propio deseo, Eme ha muerto”. Al parecer, Eme no había podido soportar “tanta mezquindad, ruindad y egoísmo” en el mundo. El post terminaba con su nombre completo escrito en mayúsculas, su año de nacimiento y defunción, y un epitafio: “Su mayor deseo fue vivir”.

Las esquelas se parecen mucho a diplomas, quizá por eso nos las creemos sin rechistar. Pero en las redes sociales los comunicados funerarios carecen de esa estética solemne y enmarcada, y las interpretaciones  posibles se multiplican.

Mi primera reacción tras leer la esquela de Eme fue abrir su chat y preguntar si lo que había leído era real. Inmediatamente alguien respondió “sí” y sentí un escalofrío. Eme suicidándose: era verosímil. Me asusté, me erguí en la silla y empecé a preguntarme quién era entonces la persona que había otro lado del chat y por qué me había contestado tan rápido. “¿Puedo preguntar qué ha ocurrido?”, escribí con un temblor. Habían encontrado a Eme en su casa. “Soy su albacea. Sólo necesitaba amistad, cariño. Estaba muy solo. Le hubiera gustado conocerte mejor”. Esa última frase me sonó a lobo feroz y sospeché como sospechó Caperucita justo antes de ser devorada.

Conocí a Eme hace casi diez años. Yo empezaba en la universidad, él era mayor y parecía muy revolucionario y muy atormentado. Recuerdo que siempre tenía los ojos demasiado abiertos, unos ojos árticos —así los hubiera descrito entonces—. Llegué a pensar que me miraba tan fijamente para que pudiera apreciar la belleza de su iris azul claro, para hipnotizarme. Durante algunos años Eme quiso acercarse a mí pero me fui alejando.

“Lo siento mucho”, tecleé, “gracias por la información”. Mi amago de huida funcionó como cebo y el lobo finalmente contestó: “A él todavía le gustaría verte. Sólo hay que leer entre líneas. Es duro tener que morir para encontrar a alguien”.

En un acto de desesperación, Eme había fingido su muerte voluntaria en Facebook. Di un manotazo en la mesa y le insulté, le llamé loco. ¿Quién podía aparentar su suicidio y alargar la mentira de ese modo? Tras un silencio, se disculpó: “Ha sido un experimento tonto. Estoy vivo, físicamente por lo menos”. En ese instante podría haberle perdonado o bloqueado para siempre por un engaño que me parecía estúpido y cruel, pero en vez de eso empecé a sentir curiosidad. Quería saber en qué estaba pensando Eme cuando decidió morir en la mayor red social del mundo. Intuía que había jugado con algo sagrado, pero sabía si era su propia vida o la verdad. Quizá una mezcla de ambas.

Al final me atreví preguntarle si le apetecía conversar sobre su experimento. Accedió y empezó a hablarme de Lorazepam, agotamiento y soledad.

Durante varios días Eme y yo chateamos sobre el uso de las redes sociales por parte de quien vive aislado. Hacía tiempo que tenía la necesidad de despertar reacciones entre sus contactos, del tipo que fueran — una acusación, el emoticono de la lágrima, una llamada—. La estrategia del ‘suicidio fake’ se le había ocurrido estando borracho: todo dependía de la respuesta de los demás. Al comunicar que había muerto, Eme podría averiguar si aún seguía vivo.

Entonces estalló el escándalo de Cambridge Analytica. La compañía estadounidense había accedido a los datos de 87 millones de usuarios de Facebook y esos datos habían sido utilizados por varios consultores de Donald Trump durante la campaña electoral. Nadie sabía decir hasta qué punto la red social había podido influir en las elecciones de Estados Unidos. El clima era de hecatombe, pero ninguno sacó el tema en el chat. Eme prefería contarme cómo su dolor ahuyentaba a los demás y yo sentía que eso mismo me estaba pasando. Su mentira aún palpitaba en mi cuerpo pero las noticias sobre la filtración no me provocaban ninguna inquietud, y eso empezó a intrigarme.

Por un lado, Facebook era un inmenso contenedor de sentimientos agazapados y de toneladas de verdad, pero por otro —y esto era más evidente que nunca—, su ingeniería oculta iba mucho más allá de la publicidad personalizada. Estaban en juego las “bases de la democracia”, un control milimétrico de los instintos y respuestas de la población que podía dar lugar a una manipulación masiva. Pero no: eso no me inquietaba. Leí decenas de noticias que me hacían comprender la gravedad de la situación, pero no me pregunté por qué no abandonábamos Facebook en masa. Todo era indignante, pero no estaba indignada. En realidad, no estaba sintiendo nada. Solamente un cansancio lejano.

Si al principio me había perturbado imaginar a Eme frente a la pantalla, saboreando las primeras consecuencias de su muerte virtual, ahora su performance me parecía extrema pero muy humana. Al fin y al cabo, todos hemos fantaseado alguna vez con nuestro propio entierro. Lo verdaderamente angustioso era mi mansedumbre, la calma generalizada ante las últimas noticias. Aquellos días compartíamos los titulares sobre el escándalo de Cambridge Analytica con la sonrisa nihilista de un muñeco envasado: nos reíamos del tonto de Zuckerberg en su propia casa, a sabiendas de que nuestras risas se almacenan para ser vendidas. Es decir, éramos conscientes, teníamos la información, pero eso no era el detonante de nada.

Un día tuve la siguiente visión: los usuarios de Facebook éramos como los vecinos de un antiguo barrio residencial de los Estados Unidos, de esos que esconden la verdad en el relleno de las tartas, y Eme era un chiflado que había llegado a la comunidad para cometer pequeños actos violentos y pornográficos que terminarían por enfrentarnos a nuestra propia locura.

“¿Quién es capaz de jugar así con su vida?”, me había preguntado como una buena feligresa de brazos cruzados y cabeza oscilante (“¿es que nadie piensa en los niños?”). A base de charlas con Eme fui encontrando mis respuestas. Alguien capaz de informar sobre su propio suicidio en Facebook a la espera de las reacciones de sus contactos era, por ejemplo, la artista Marina Abramovic, o un individuo sumido en una depresión que dura años, como Eme. Él me había ofendido y pensé en mandarlo a la mierda. Facebook llevaba tiempo dándome motivos para cerrar mi cuenta —es obvio que sus prácticas comerciales son mucho peores, tanto por su escala como por su inflamabilidad—, pero en realidad me daba más miedo lo que pudiera pasar con mis ahorros que lo que una multinacional hiciese con mis fotos y conversaciones privadas. Quería que me afectase de verdad, sentirme enfadada, pero comprendí que me faltaba un ingrediente importante: la sensación de peligro. Dicen que vivimos en la indignación permanente, pero pocas cosas nos asustan o nos hacen llorar. Y Facebook no es una de ellas.

Todo se reduce a la experiencia del usuario. Ya no se trata solamente de estar informados sobre las prácticas de las grandes tecnológicas, ni de comparar lo que Facebook nos quita con lo que nos da. Pueden decirnos que Facebook es la Isla de la Basura pero seguirá oliendo a limpio y la percepción es tozuda.

Probablemente ese sea uno de los hitos de Facebook y de otras tecnologías aplicadas a las relaciones humanas: han logrado ser mediadores y ejercer el máximo control mientras nos ofrecen una sensación de libertad y verdad. Intuyo que ese espacio flotante entre lo que sabemos y lo que experimentamos se ensancha cada vez más. Puede que sea un terreno óptimo para la construcción de ciudades futuras.

El último día que Eme y yo chateamos le conté que había leído que dentro de unos años elegiremos las redes sociales según nuestra ideología, y que tener una cuenta en Facebook es equivalente a que nuestras vidas estén patrocinadas por Coca-Cola, aunque no lo percibamos como tal. “Facebook sólo es una parte de la mentira que vivimos”, respondió él. Cuando le pregunté por qué no abandonaba la red social, dijo: “En mi situación ya no me sirve para nada, si exceptuamos que tú estás aquí”.