Odia el delito y compadece al delincuente, prescribía con sabiduría la gran penalista gallega Concepción Arenal. Pero una cosa es compadecer y otra convertir al delincuente en víctima, o incluso en mártir a manos de sus propios damnificados. De los muertos no hay que hablar bien. A los muertos y a los vivos hay que hacerles justicia.
El suicidio de Miguel Blesa extingue su responsabilidad penal, pero no le libra del juicio de la historia, ni atenúa la responsabilidad por sus actos; mucho menos exime o limita la responsabilidad penal de quienes se asociaron con él para enriquecerse y beneficiarse de sus favores, o la responsabilidad política de quienes le colocaron en un puesto que, ni merecía, ni estaba capacitado para desempeñar, y le ampararon durante años.
A Miguel Blesa no le mató la presión social. Si acaso le ayudó a tomar la decisión el abandono y el rechazo de los suyos, no de sus victimas; el vacío y la indiferencia de quienes se declaraban sus más leales y fieles amigos durante los años del éxito y la riqueza. Resulta de un cinismo extremo pretender culpar ahora a las víctimas de su gestión dolosa, señalar con el dedo acusador a la indignación de los miles de clientes y trabajadores de Caja Madrid que vieron su vida desolada y arrasada, mientras gente como Blesa les hacía responsables de su desgracia y les daban lecciones de esfuerzo y sacrificio.
Los mismos medios sicarios que cobraban de financieros como el Expresidente de CajaMadrid por repetirnos que nos habíamos buscado el sufrimiento masivo viviendo por encima de nuestras posibilidades, no se atreven ahora a reivindicarle, pero sí a intentar arrojar su suicidio sobre las conciencias de sus víctimas, a quienes presentan como verdugos ignorantes y furiosos buscando desesperadamente alguien a quien culpar sus propias decisiones. Han encontrado la coartada que andaban buscando. El suicidio no sólo absuelve al suicida, también a todos cuantos aplaudían, encubrían o se enriquecían con sus favores.
Resulta notoria la profusa relación de empresarios, financieros y políticos beneficiados por el amiguismo de la gestión de Miguel Blesa difundida por los medios estos días, empezando por un José María Aznar que ya no quiere ni salir con él en el Telediario de TVE. Es el retrato de esa España donde las elites predican la cultura del esfuerzo pero se hacen ricos gracias al capitalismo de amiguetes. Llama la atención la cristiana indignación con que denuncian cómo no se le ponían al teléfono o no han acudido a su funeral, frente a la normalidad para asumir que hoy, diez años después, sigamos sabiendo prácticamente nada sobre esa maraña de favores, regalos, chanchullos y corruptelas del “capitalismo granuja” que representan y por el cual nadie ha asumido todavía la más mínima responsabilidad.
Resulta casi tan revelador como la cantidad de espacio mediático dedicado a reconstruir lo duro que debía resultarle que ya no le reservaran la mejor mesa en los restaurantes, o vivir con los 2000 euros que le autorizaba el juzgado. Si hubiéramos dedicado tanta atención y sensibilidad a contar las miles de vidas arrasadas por la avaricia y la incompetencia de, entre otros muchos, Miguel Blesa, a lo mejor no estábamos dónde estamos.