El Tribunal Supremo ha tomado una decisión insólita: la combustión del sistema judicial, divorciar los tribunales de los ciudadanos que recurren a ellos. Compitiendo contra sí mismo, el alto tribunal ha emitido una resolución que ha activado la palanca de la protesta social, una protesta que pide acabar con la opacidad de la institución pública más intocable y acorazada de España. La alta justicia era hasta hace poco incuestionable. Llegan pocos, a veces son familiares de otros pocos, pasan exámenes al alcance de pocos y luego escriben sentencias con un lenguaje para que lo entiendan otros pocos. Así, como grupo elegido y exquisito, de lejos, podrían parecer superiores.
La sentencia de 'la manada' puso una enorme lupa y abrió una vía de agua en la confianza de muchos ciudadanos. Tampoco ayudó que se condenara antes a tuiteros y raperos a penas de prisión. Ni contribuyó a cerrar el boquete el hecho de que se salvara a políticos aforados en procesos judiciales por los que los seglares sí pagan.
Ahora, gracias a la gestión del caso hipotecas, cuya decisión favorece a los bancos más aún de lo que esperaban los propios bancos, la desconfianza es ya líquida y se ha filtrado en el corazón y la credibilidad del sistema. El alto tribunal ha puesto su cadáver en la mesa y ha arrastrado con él a todos los juzgados. Solo queda ver cómo se deteriora el cuerpo mientras esperamos una resurrección con normas nuevas y más transparencia, más rendición de cuentas. Por ejemplo, que sea público y notorio lo que cobran los magistrados de algunas empresas. Que tengan que explicarse y someterse al escrutinio público. Que se formen en violencia de género. Que dejen de tratarnos como menores de edad que entran en su reino. Que sea intolerable el compadreo. Que se jibaricen y empiecen a escuchar hacia abajo, para entender a la sociedad sobre la que imparten justicia y cuyo destino sentencian.
Durante y después de la crisis económica han sido muchas las instituciones que han sufrido el lavado y centrifugado de una sociedad más consciente de los abusos que se cometen en su nombre y con su dinero. Ya no somos aquellos protodemócratas que confiaban en los cargos porque sí, en los líderes porque sí, en las instituciones porque sí, en el rey porque sí. El “porque sí” ha sido sustituido por el “por qué”. Ya no somos aquellos sujetos pasivos que deglutían la idea de que todo se hacía por nuestro bien sin preguntar o que repetían la cantinela de que todos somos iguales ante la ley.
Por el proceso de triturado público han pasado, desde 2007, los partidos políticos, diputados, presidentes, sindicatos, medios de comunicación, la banca, la industria del automóvil, la universidad pública o el rey. Se habían mantenido incólumes los catedráticos y los jueces. El caso máster desmontó a los primeros y el caso hipotecas ha hecho trizas a los segundos.
El Supremo, un tribunal que reproduce la politización y el sistema de partidos, y en el que cristalizan las interconexiones de las élites, ha tomado la mejor decisión para la banca y la peor para mantener el sistema judicial resguardado e indemne como lo preservaban.
Les va a resultar difícil seguir en sus salas blindadas mientras escuchan que “las decisiones judiciales se respetan”, “lo ha dicho un juez”, “acatamos la sentencia”. Porque sí. Incluso ellos, con sus oposiciones y togas, con su lenguaje intrincado, tendrán que volver a ganarse el respeto y pasar su primavera. “Estas son las reglas del juego”, decía este miércoles Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo. Me temo que no, porque esas normas no nos sirven y se han descompuesto al tiempo que las blandían. La presión y la desconfianza van a obligar a escribir otras en la que, por primera vez, y si quieren sobrevivir como han hecho otras instituciones, vamos a escribir algunas líneas, con lenguaje llano, los ciudadanos. Para impartir su justicia sobre nosotros van a tener que tenernos en cuenta.