Siendo mediocre, pero a fuerza de saber humillarse, se alcanza todo.
No hay nada más indignante en toda esta provocada polémica sobre la reforma del delito de sedición que lo que nos descubre de algunos miembros del Tribunal Supremo y, sobre todo, de su Sala Segunda. Afirman estar enojados, se sienten humillados, desautorizados, indignados y mil otros participios que no reflejan sino sentimientos indignos de un magistrado que se precie. Un juez es un mandado de la ley y está sometido a ella. Un juez aplica la ley sin que importe la opinión que esta le merece. Un juez juzga y ejecuta lo juzgado, nada menos pero tampoco nada más. Un juez respeta al legislativo como fuente de las leyes que emanan de la soberanía popular. Lo que sienta el hombre que es juez nos tiene que importar un rábano. A mí me importa un rábano y al PP debería importarle lo mismo. La opinión de los señores que están en la Sala Segunda sobre lo que el legislador legítimamente vaya a promulgar como ley tiene en democracia la misma fuerza que lo que opine usted u opine yo. No es eso lo que sucede en nuestro país.
La humillación se define como el acto de herir el amor propio o de abatir el orgullo o la sensación que experimenta una persona al recibir esa afrenta. Ni una institución ni un país pueden ser humillados. Son los egos de las personas que están en ellas los que sufren. Sufren los señores que se ponen la toga, no el alto tribunal en el que forman. Es absolutamente inaceptable que el juez, que está obligado a obedecer la ley, que está sometido a su imperio, cuestione al legislador y lo haga cobardemente, emboscado, haciendo en la clandestinidad de sus conversaciones con políticos y con periodistas lo que tiene prohibido hacer por ley, asumiendo un papel que le está expresamente vedado en el Estado de derecho.
Esto es lo que están haciendo miembros del Tribunal Supremo. No lo digo yo, lo dicen en el PP y a las pruebas me remito. La primera prueba es que Cuca Gamarra públicamente expresó una verdad democrática como un templo: una cosa es pactar el CGPJ y otra la tramitación de una reforma del Código Penal a la que el PP iba a hacer frente con armas parlamentarias. ¿Qué pasó después? González Pons nos lo contó: “Todas las personas del Tribunal Supremo a las que consulté coincidían en que no se podía intentar restablecer la independencia judicial con el pacto con el PP al mismo tiempo que esa independencia judicial era arrojada al barro con el pacto con ERC [sedición]”. Y añadió: “El pacto con ERC para rebajar el delito de sedición, por un lado, humilla al Tribunal Supremo. Por otro, desautoriza al Tribunal Supremo y, por último, le resta independencia”. Nada de ello es cierto pero sí lo es que esa fue la presión que recibió el Partido Popular de miembros de ese alto tribunal. Ya vale de retorcer las palabras y pretender que la independencia judicial es la del estamento, que nada tiene que ver con la independencia íntima y de ánimo de cada juez que santifica la CE.
Cierto que los señores del Tribunal Supremo pueden tener una opinión política al respecto de esta reforma, pero, si quieren hacerse oír o incluso hacerla prevalecer, la única opción que tienen es colgar la toga y hablar dando la cara y, si me apuran, pedir que les metan en una lista electoral para contar con respaldo popular y poder emitir su voto en el Congreso. Atención al drama patrio. Los representantes de al menos 13.679.000 electores -el 50,79 % de los votantes en las elecciones- van a aprobar en la sede de la soberanía nacional una reforma legal siguiendo las normas legítimas para ello. ¿A quién representan los magistrados del Supremo? A nadie. Ya vale de mandangas. A sus propios intereses profesionales y de carrera, en el mejor de los casos. Son servidores de las leyes que hace el legislativo, no un poder equiparable. Su misión es de contrapeso. El poder que es “no-poder”, según el propio Montesquieu.
Hay que tener mucho cuajo para sentirte humillado por el normal funcionamiento de una democracia. Hay que tener muy poco respeto a sus formas para intentar convertirte en un lobby que intervenga a cara tapada en un proceso que no te compete. Sin embargo, no les humilló en absoluto incoar un procedimiento imposible por rebelión, ni forzar como se forzó el tipo de la sedición para conseguir una condena. No les produjo humillación ni vergüenza que todos los países democráticos de nuestro entorno dijeran de una forma u otra que no era posible. A nadie le humilló que se empezara un procedimiento por sedición en la Audiencia Nacional, que no era competente. No les pareció humillante, tras fallar en sentencia firme que no existía rebelión, afirmar en su informe de indulto que lo que sucedió era igual a la rebelión de Alemania, Italia, Francia (pág.16 del mismo)… Esa comparación fake que estos días han heredado el PP, los periodistas afines y otras hierbas y que cualquier catedrático les tumba con sólo aportar los textos legales de esos países. No les humilló obviar que la soberanía popular había querido que en 2017 ni un referéndum fuera delito ni pudiera haber rebelión sin violencia. Nada de lo que han hecho en este procedimiento, aquí y en Europa, les resulta humillante. Ya les digo que la herida narcisista es una cuestión muy personal.
Los jueces juzgan y hacen ejecutar lo juzgado y lo que pase después no es su puñetero problema ni lo ha sido nunca. No es su problema si hay indultos ni si hay reformas legislativas, porque ellos no hacen política ni legislan. Esto no terminan de entenderlo muy bien, llevan una década legislando a través de acuerdos no jurisdiccionales de la Sala II. Hay jueces que quisieron “salvar España” o, más bien, una España, la de unos y ahora se revuelven como gato panza arriba porque otros -representantes con mandato mayoritario del pueblo- intentan apaciguar y arreglar de otra forma los problemas. Una forma que funciona bastante mejor, como se ha comprobado.
Feijóo salió a hablar “a los españoles” compungido y sin descansar de su jet lag, como si hubiera pasado algún desastre real, y él mismo confirmó la legitimidad de cambiar el Código Penal en el momento en el que avisó que iba a hacer lo propio en cuanto tuviera la mayoría precisa. Mayoría necesaria. Esa es la norma irrenunciable en una democracia. Hasta el artículo 2 de la Constitución Española, el de la sacrosanta unidad de España, puede cambiarse con la mayoría requerida, que, si bien es improbable, no tiene por qué ser imposible en un momento determinado.
A los humillados del Supremo, muchos de los cuales son de misa de domingo, les recuerdo ese versículo de San Mateo que tanto habrán escuchado: “El que se humilla será enaltecido” y aquel otro de San Lucas: “Y todo el que se enaltece será humillado”.
Hinquen la rodilla ante la ley. Es su único lugar en democracia.